Un 28 de junio hace 60 años fue publicada por la editorial argentina Sudamericana la novela Rayuela de Julio Cortázar, una de las obras más importantes de la literatura latinoamericana, que sigue aun vigente pues significó una revolución y un sacudimiento del oficio literario con efectos deslumbrantes y disolventes para varias generaciones de lectores y escritores.
Antes de la aparición de Rayuela en 1963 se habían publicado varias colecciones de sus cuentos, especialmente un volumen titulado Ceremonias, compuesto por los libros Final de juego y Las armas secretas, que los jóvenes latinoamericanos leyeron con pasión, pues se enfrentaban a un mundo absurdo y fantástico donde circulaban fuertes corrientes de aire nuevo.
Cortázar tradujo antes los cuentos de Edgar Allan Poe, lo que acercó aquel autor estadounidense de misterio a muchos nuevos lectores y publicó ensayos que lo posicionaron rápido como uno de los autores latinoamericanos más modernos y promisorios.
Cortázar, quien había llegado sin muchos recursos a París en la década de los 50, aventurándose a cruzar el océano en barco, se conectó con el ambiente existencialista parisino en boga en aquella década dominada por el jazz, ritmo proveniente de Estados Unidos que empezó a invadir los bares del Barrio Latino situados en sótanos llenos de humo de cigarrillo, donde sonaba el tintineo incesante de las copas y la algarabía de la conversación. Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Boris Vian, Albert Camus, Juliette Greco y otras figuras eran los protagonistas de ese cambio generacional que buscaba dejar atrás para siempre los depresivos años de la Segunda Guerra Mundial y la invasión nazi de Francia, marcados por la escasez, la pobreza, la enfermedad y la soledad.
Los surrealistas, encabezados por André Breton, seguían activos y autores como el saxofonista Boris Vian, quien murió joven, estaban revolucionando la narrativa y abriendo la literatura a nuevos temas y estilos. Entre los latinoamericanos también se encontraba en París en esa década el poeta mexicano Octavio Paz, con quien tuvo estrecha amistad y complicidad el autor de Rayuela, y Gabriel García Márquez, quien aun era un escritor principiante y vivía pobre e indocumentado en la capital francesa.
Vestidos los hombres con suéteres oscuros de cuello tortuga, pantalones y mocasines negros, aferrados a sus pipas como un biberón existencial, y las mujeres con faldas negras y blusas del mismo color al estilo de la joven cantante Juliette Greco, los jóvenes de ambos sexos posaban de filósofos inspirados por las conferencias y las actitudes de su ídolo Jean Paul Sartre, el autor de La Náusea.
Rompían así con las tradiciones, vivían el amor libre, iban a la universidad, poblaban las buhardillas del barrio latino y pasaban largas horas leyendo y fumando en los cafés, viendo el cine experimental que presagiaba la Nueva Ola francesa o pensando sobre la vida y la muerte, lo que causaba estupor en los fatigados padres, campesinos, obreros o burócratas que crecieron matándose en el trabajo hasta la asfixia.
Cortázar, alto y tímido muchacho que se desempeñaba como modesto profesor en Argentina y tenía gustos literarios exquisitos, cambió totalmente de personalidad y estilo al vivir la vida marginal en París, tema central de su novela Rayuela.
En el viaje en barco conoció a la mujer que inspiró el personaje de La Maga (la uruguaya Edith Aron), con la que sostuvo una relación amorosa surrealista parecida a la que figura en la famosa novela de Breton, Nadja. Ambos se pierden y se reencuentran en las callejuelas, viven tardes de amor en los estrechos cuartos de las azoteas y tratan de vivir la vida como una obra de arte en el marco del varonil Club de la serpiente. Sin embargo, el libro que cuenta todo eso adolece de cierta misoginia argentina y bonaerense, bajo el concepto equivocado del “lector hembra” del cual él se arrepintió después.
Él se ganaba la vida como traductor en la UNESCO, realizaba trabajos puntuales para las editoriales argentinas en colaboración con su esposa Aurora Bernárdez y sostenía correspondencia entusiasta con otras estrellas promisorias del boom, como el joven novelista mexicano Carlos Fuentes y numerosos amigos a un lado y otro del Atlántico.
Pero a partir de la publicación de Rayuela, Cortázar pasó de ser un bohemio pobre y desconocido a convertirse en figura internacional e ídolo de la literatura latinoamericana, y más tarde en hippie barbado y autor “comprometido” con la revolución cubana que recorría el mundo interviniendo en foros mundiales progresistas sobre los temas del momento en tiempos de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Sus libros se vendían como pan caliente desde México hasta la Patagonia en un continente sediento de afirmaciones y que experimentaba también un radical cambio generacional. Michelangelo Antonioni se basó en su cuento Las babas del diablo para su gran película Blow Up, otro ícono de la modernidad. El diseño de la novela nos fascinaba porque se podía leer de varias maneras: era un libro abierto, libre como el tiempo en que apareció. Desde entonces ya no se podía escribir igual.
Así como ocurrió con los existencialistas una década antes en Francia, ahora los latinoamericanos leían Rayuela en voz alta y querían tener a una Maga al lado y vivir la vida al azar de la literatura, la poesía, el sueño y el jazz. Compartíamos con Oliveira, La Maga, Morelli, Berthe Trépat, lloramos a Rocamadour, y fuimos cómplices de Gregorovius, Morelli y Traveler. La edición original de Rayuela con la inconfundible portada es hoy icónica y de colección y quien abre sus páginas vuelve a viajar hoy por ellas como si no hubiera pasado el tiempo.