En la primera mitad del siglo XX, en la biblioteca de los jóvenes lectores de entonces, que eran muchos en América Latina, figuraban además de los clásicos de todos los tiempos, especialmente griegos y latinos, franceses, rusos o italianos, a veces acompañados por bustos de sus autores o cuadros referentes a sus historias, otros libros del mundo hispanoamericano de escritores como José Enrique Rodó, Miguel de Unamuno, Enrique Gómez Carrillo, José María Vargas Vila, que era el best seller de esos tiempos, y José Ingenieros (1877-1925), nacido en Italia con el nombre de Giussepe Ingegneri.
Médico psiquiatra formado en Buenos Aires, profesor de psicología experimental y neurólogo, estudió también en París, Lausana y Heildelberg, Alemania, convirtiéndose en una eminencia de su época que influyó en la reforma de la universidad argentina, y fue cercano a las ideas comunistas al principio y anarquistas después, y durante su corta vida de solo 48 años apasionado antiimperialista, por lo que fue leído con entusiasmo por los jóvenes en los años 30, 40 y 50 del siglo pasado.
Como los hombres de su época, era muy elegante, llevaba bigote retorcido, camisas de cuello almidonado con corbata y sombreros de diversos tipos, pareciéndose a un dandy finisecular y decomonónico. Así vestían otras estrellas de su tiempo como el gran poeta de Nicaragua Rubén Darío, el mexicano Amado Nervo, Gómez Carrillo, José Eustasio Rivera y Vargas Vila, entre otros.
Me recuerdo muy bien de él porque en la biblioteca de mi padre, Álvaro García Cortés, estaban varios de sus libros, entre ellos el que lo hizo famoso, El hombre mediocre, y Las doctrinas de Ameghino, sobre un argentino de origen italiano como él que aseguraba que la humanidad apareció en la pampa argentina, o sea que ese país era la cuna de la humanidad, lo que llevó a muchos de sus contemporáneos a imaginar que Dios era argentino, mucho antes de la aparición mítica del Che Guevara, Maradona y el papa Francisco, primer pontífice latinoamericano.
Mirando algunos de los archivos de mi padre, que nació en Marquetalia, Caldas, en 1913, vivió largo tiempo en Manizales y murió en la capital colombiana en 1991, y quien amaba los libros y la literatura con pasión, he tratado de imaginar a todos esos lectores jóvenes de esa época plagada de grandes acontecimientos mundiales, las guerras de 1914-1918 y 1939-1945, conflictos y explosiones sociales y políticas que sacudieron los países del continente y por supuesto a Colombia.
Siempre ha habido la tendencia a olvidar aquellas décadas que se caracterizaron en todo el continente por una febril lucha de ideas que reproducía y enriquecía las luchas ideológicas y bélicas de Europa y se relatan en la gran literatura de su tiempo en obras cumbres como La marcha de Radetzky de Joseph Roth, La Montaña mágica de Thomas Mann o los libros de Hermann Broch y otros muchos.
Parte de aquellos jóvenes que despuntaban al mundo en los años 30 y 40, querían demarcanse del mundo agrario, autoritario y tradicional de sus padres y abuelos, que trabajaron en las fincas y pampas continentales, tumbando monte y cuidando ganado, y su rebelión consistió en irse a las ciudades, donde se escuchaban los tangos de Carlos Gardel, figura también a la que imitaban en su forma de vestir elegante, con trajes hechos a la medida por sastres, y el mismo corte de pelo engominado, sombrero Stetson como Edward G. Robinson y Al Capone, chaleco, mancuernas y mocasines superlustrados.
Algunos de los hombres de esa generación pudieron realizar estudios universitarios y los que solo terminaron el bachillerato para después dedicarse a trabajar, se caracterizaron por ser profundos autodidactas, humanistas, coleccionistas de libros y lectores empecinados amantes de la literatura, el pensamiento y las ideas en boga que circulaban por el mundo y el continente. Mi padre era uno de ellos, liberal de ideas progresistas, laico, abierto a las diversas tendencias de la época, librepensador lector de los clásicos y de figuras como Rousseau, Voltaire y los pensadores positivistas o socialistas que pululaban en América Latina. En su biblioteca me formé, cuando en las frías tardes y noches de Manizales exploraba aquellos libros que descubría y leía con pasión en esos tiempos.
Además de los libros de José Ingenieros, estaban los de Vargas Vila y Unamuno y entre los colombianos los primeros de su amigo y copartidario liberal Otto Morales Benítez, Revolución y Caudillos y Testimonio de un pueblo, que leí muy temprano. También figuraban entre los libros de los colombianos las obras magníficas de Germán Arciniegas y de Indalecio Liévano Aguirre, los ensayos y obras de Bernardo Arias Trujillo, Hernando Téllez, Rafael Maya y José Hurtado García, entre otros muchos. Gracias a esa biblioteca devoré desde muy tempano Biografía del Caribe, El estudiante de la mesa redonda y Los comuneros de Arciniegas y la saga Los conflictos sociales de nuestra historia, las biografías de Simon Bolívar y el estudio sobre la Doctrina Monroe de Liévano Aguirre, que los jóvenes liberales humanistas como mi padre leían con entusiasmo.
Hago estas remiscencias porque anoche, depués de la presentación del libro Del famoso y nunca igualado corrido de Quicón Uriate, del autor mexicano Miguel Tapia (1972), en el Instituto Cultural de México, nos fuimos a celebrar y hablé entre otros con el escritor argentino Edgardo Scott (1978), quien a su vez se refería a la biblioteca de su padre. De repente nos vimos en medio del tintineo de las copas hablando de José Ingenieros, algo surrealista y absurdo en estos tiempos. Dos latinoamericanos de París, un siglo después de Alfonso Reyes, Victoria Ocampo, Gabriela Mistral, Alejo Carpentier y Miguel Angel Asturias, rememorando a una figura olvidada y pasada de moda, que sigue tan viva como Rodó, Vargas Vila, Mariátegui, Unamuno, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou, Unamuno, Ortega y Gasset y tantos otros ídolos de aquella época en la que nacieron y crecieron nuestros padres lectores y humanistas.