La decisión histórica de la Corte Penal Internacional en contra del primer ministro israelí Benjamin Netanyahu y de su exministro de Defensa Yoav Gallant, así como del dirigente del brazo armado de Hamás Mohammed Deif, es razonable y justa. Nadie duda de que la acción del movimiento islamista Hamás, que desencadenó la guerra contra Gaza, fue un crimen de lesa humanidad contra civiles israelíes, pero la reacción de Israel ha superado todos los límites y se ha convertido en una carnicería inadmisible contra indefensos y hambrientos civiles hacinados en la Franja de Gaza y ahora en Líbano, a donde se han extendido sus criminales bombardeos.
La Corte Penal Internacional solo había perseguido a líderes africanos negros criticados por las potencias occidentales, como el caso de Laurent Gbagbo, expresidente de Costa de Marfil, derrocado, apresado y absuelto, espera volver a presentarse para aspirar a la primera magistratura. Gbagbo no era del gusto del gobierno francés, que tenía presencia militar en ese sitio y la usó para defenestrarlo e imponer luego a un presidente que fue alto funcionario del Fondo Monetario Internacional y representaba los intereses de las plutocracias occidentales.
Desde su creación, los fiscales y jueces de la CPI se hacían los de la vista gorda con los líderes occidentales blancos que emprendieron guerras injustificadas en África, Asia y Oriente Medio, como los presidentes George Bush, padre e hijo, que sembraron el terror en Irak y Afganistán, y los líderes británicos y franceses que estuvieron involucrados en guerras en el continente africano, entre ellas la de Libia para derrocar al dictador Muamar Gadafi, quien era ya amigo y cómplice de los occidentales y financiaba en secreto a los políticastros en París y Londres.
La cruel muerte del tirano indefenso, empalado por soldados, fue celebrada en el mundo por los occidentales y desde entonces esa tierra es un lugar sin ley y epicentro de éxodos migratorios africanos hacia Europa. El presidente francés que más interés tuvo en esa guerra absurda fue el derechista Nicolás Sarkozy, quien está a punto de ser condenado por haberse beneficiado del financiamiento oculto de Gadafi, a quien recibía con todos los honores en París.
La CPI siempre persiguió y condenó a negros africanos caídos en desgracia o rebeldes, pero jamás investigó a mandatarios, militares o funcionarios occidentales involucrados en atrocidades y violaciones de los derechos humanos en sus antiguas excolonias mediorientales, asiáticas o africanas, a las que saquearon durante siglos. Y muchos de esos sanguinarios líderes occidentales fueron premiados hasta con el Nobel de la Paz.
Netanyahu y sus militares han sido implacables, intratables y sanguinarios al convertir a la franja de Gaza en un cementerio de infantes, mujeres, ancianos y civiles aplastados por las bombas de su poderoso ejército financiado por Estados Unidos. La cifra de muertos llega a 50.000 en Gaza, a lo que se agregan ahora las cifras de muertos provocados por los bombardeos en Líbano, donde el criminal Netanyahu usó bíperes y teléfonos celulares para matar y herir a miles de personas.
Nunca expresó la más mínima pena por ese genocidio y por el contrario en su rostro se ha visto el rictus de su diabólica maldad. Con tal de salvar su pellejo y no ser condenado en su país, que ya estaba harto de él, Netanyahu es capaz de sumir todo Oriente Medio en un mar de sangre. Por todos esos delitos debe rendir cuentas ante la CPI, que al fin reconoce lo que todos en el mundo ya hemos visto horrorizados. Pero bien sabemos que es solo una orden de captura simbólica, pues el primer ministro israelí quedará impune como todos los líderes occidentales protegidos por la cruel plutocracia de los blancos.