Más poderoso y legítimo que nunca, el Emperador Trump tomará posesión de su cargo como presidente de los Estados Unidos en enero, iniciando un cuatrienio que será un espectáculo permanente. Después de su arrasadora victoria, el magnate casi octogenario, apareció ante sus partidarios fresco y enérgico al lado de su esposa, Melanie, sus hijos y del hombre más rico del mundo, el innovador Elon Musk, que aspira entre otras cosas a llevar al hombre a Marte y superar la gravedad y la velocidad de la luz.
Ni las acusaciones, ni los juicios, ni las condenas, ni el atentado que por un pelo casi le cuesta la vida, pudieron detener su irrefrenable carrera hacia la victoria imperial, que lo convierte en un Emperador como en los mejores tiempos del Imperio Romano. Uno tras otro los mandatarios del mundo saludaron su triunfo y se mostraron dispuestos a trabajar con él por el bien de la humnidad. Y la derrotada Kamala Harris y su mentor el presidente Joe Biden, se mostraron dispuestos a una transición pacífica, reconociendo en franca lid su estruendosa y humillante derrota.
Trump encarna el ideal americano de los gringos de todos los orígenes e inmigrantes que llegan hambrientos y sin un un peso e imaginan volverse algún día millonarios como él, con mansión en Florida, propiedades en el mundo, campo de golf en su patio y avión privado para desplazarse por el globo, rodeados por un séquito de colaboradores y domésticos.
Lo raro no es que Trump lograra su más grande victoria después de estar desprestigiado y hundido en la ignominia, salvado como el Rey Midas por millones de norteamericanos que hicieron caso omiso de sus defectos y lo limpiaron con sus votos de toda sospecha. Lo curioso es que antes no hubiera habido un presidente que encarnara a la perfección como él la esencia del sistema gringo, cuyos dioses máximos son el poder, la guerra, el dinero, la fama y el derroche encarnado por grandes estrellas de Hollywood, deportistas y cantantes míticos como Elvis Presley y Michael Jackson y los raperos populares que predican andar en limusinas, cargados de joyas y rodeados de las chicas más bellas a las que celebran con gigantescas botellas de champán, antes de llevarlas a la cama como hacía Trump.
Los pobres y desclasados estadounidenses de todos los orígenes, blancos, negros, latinos, lo ven ahora patriarcal, benévolo, divertido, protector, padre de la patria que con su adarga hundió hasta lo más profundo a sus rivales. Es el triunfo de la televisión, el triunfo de las estrellas de farándula que reinan en las pantallas chicas vistas por la población en las noches después de sus largas y extenuantes jornadas de trabajo. Alienados y manipulados por siempre.
En la era de celulares, redes sociales, pantallas de televisión, interconexión permanente e histérica, la humanidad se ha convertido ya en un conglomerado de miles y miles de millones de zombis hambrientos desde Alaska hasta la Patagonia, desde Australia a la tierra de los esquimales, desde El Cabo a Calcuta, Pekín y San Petersburgo, pasando por Bogotá, El Cairo, Jerusalén, Berlín, Estocolmo y Estambul. Y su nuevo dios es Donald Trump, un payaso loco salido de las películas de Batman. Un engendro mezcla de Rey Midas, Nerón, Calígula y Atila. Ave César, gritan todos al unísono en el mundo, enloquecidos por la victoria de un triunfador insaciable.