Borges decía que la democracia es un abuso de la estadística y en parte hay que concederle la razón, pues a medida que avanzamos en el siglo XXI sabemos que las elecciones ya no se centran en los proyectos y programas económicos y políticos de los candidatos sino en las emociones primarias que suscitan en los electores con ayuda de los medios informativos y la algarabía infecta de las redes sociales. Los candidatos poderosos que cuentan con los miles de millones para poseer los grandes medios escritos y televisivos e inundar las redes sociales de propaganda, mentiras, calumnias y desinformación galopante, son los que tienen más posibilidades de terminar en la codiciada boleta final.
Los políticos desalmados que llegan a esas alturas deben tener el corazón y el estómago blindados contra los golpes bajos que se dan antes de la carrera electoral y después cuando se acercan los comicios y sortean las filtraciones de los servicios secretos del adversario, esté o no en el poder, pues sus vidas son escrutadas hasta en la esfera más íntima sexual o escatológica.
Todos los candidatos, como bien lo mostró Cantinflas en su famosa película El Candidato, prometen maravillas a un pueblo que cada lustro vuelve a creer en las quimeras de los culebreros, cuando todos sabemos que ya en el poder la corte elegida se aplicará a saquear el erario con contratos millonarios para obtener fortuna rápido o aumentarla.
El incisivo poeta Álvaro Mutis desconfiaba de la democracia y afirmaba que cuando una mayoría de humanos votaba en masa por alguien siempre lo hacía para cometer un crimen o una estupidez y por eso se vanagloriaba de nunca haber votado por nadie en su vida. Su gran personaje Maqroll el Gaviero, ese viajero marginal y descreído, prefería deambular sin rostro por los lugares más lejanos y peligrosos, rodeado de unos cuantos libros, entre ellos la biografía de San Francisco de Jörgersen. Maqroll se arriesgaba siempre en aventuras perdidas de antemano en ese viaje permanente de errancias en las que se cruzaba con santos y bandidos por igual y nunca juzgaba a nadie.
Antes la política era simple. Los dos o tres imperios de la época imponían a sus dictadores para saquear las riquezas de las colonias asiáticas, africanas, mediorientales o latinoamericanas y en algunos países autocaracterizados de civilizados, que también vivían como Europa las guerras más atroces, imponían un sistema bipartidista de liberales y conservadores que aplicaban las mismas políticas. De vez en cuando aparecían locos como Hitler o Mussolini, que sembraban ilusiones y atrocidades y terminaban colgados o cremados en medio de la destrucción de sus países.
Cada generación de borregos humanos va de manera cíclica siempre en manada hacia el abismo vendido por los avispados políticos, esos pillos que en todas partes del mundo se dedican a ese oficio porque no sirven para nada, salvo para llenarse los bolsillos y vender ilusiones. Una vez en el poder se olvidan rápido de los ingenuos que votaron por ellos. Quedan por fuera los escépticos que como Maqroll no le deben nada a nadie ni roban ni matan por el poder o los sabios que como Diógenes se atreven a decirle al emperador Alejandro Magno cuando le ofrece favores, rodeado por su corte, que se corra porque le esta tapando el sol que despunta en el ágora.