Cuando terminaba el bachillerato, una de las más emocionantes experiencias fue dar clases de albabetización para adultos en los barrios marginales de la ciudad, situados por lo regular en precipicios y barrancos que daban hacia abismos y que en ese entonces, y tal vez en la actualidad, solo saltaban a la fama cuando ocurría un deslizamiento y morían familias enteras arrastradas por el pantano y la tierra removidos por los aguaceros andinos.
Nuestra generación y otras anteriores y posteriores, han estado caracterizadas en nuestro país por tener una conciencia social que despierta desde la infancia cuando quienes tuvimos la fortuna de no carecer de nada nos enfrentábamos por primera vez al dolor de la pobreza generalizada y la romería nocturna de niños, mujeres o ancianos que tocaban en las puertas de nuestras casas para pedir los “sobraditos”, en diminutivo.
Lo que más me impresionaba era que casi nunca se veían los rostros de quienes esperaban en silencio y en la noche junto a la puerta a que la madre o la abuela llegaran con la comida caliente que siempre les ofrecían. Esa misma escena ocurría en casi todas las casas de la “ciudad de arriba”, lo que muestra la magnitud del hambre y la pobreza escondida desde siempre en los barrios periféricos de las hondonadas del norte, junto a la quebrada de Olivares, o más abajo de Hoyo Frío y las laderas del sur que bajan al río Chinchiná.
Empecé a visitar esos lugares de día, cuando con mi amigo León Duque y los hermanos Buriticá y otros compañeros de la infancia nos aventurábamos a correr con nuestras ruedas de caucho hacia aquellos alejados lugares del norte en cuyas laderas se olía el cisco de la Trilladora de café o el aroma de la cerveza que fluía hacia los precipicios desde la fábrica situada en El Carretero o más allá del barrio San José o de la estación del Ferrocarril, entonces ya abandonada y en ruinas.
Así algunas veces llegamos al famoso puente de Olivares, lugar de leyendas y fantasmas de suicidas, al que se accedía por los caminos de La Avanzada, zona sulfurosa de tolerancia y malevaje que suscitaba todo tipo de especulaciones. Y en otras ocasiones nos aventurábamos a recoger musgo en Monteleón, que ahora casi ha sido devorado del todo por el cemento y la urbe, o llegábamos a un lejano barrio aparte, Minitas, situado cerca del matadero, a donde acudían los arrieros con el ganado subiendo las empinadas lomas desde el barrio La Asunción, como en los tiempos de la colonización.
Ya más grandes, cuando se avanzaba en el bachillerato, descubrimos otros barrios del sur situados en las hondonadas que daban a Villamaría o al Morro Sancancio, barrios recientes surgidos de invasiones, cerca de Fátima o Aranjuez, a donde llegábamos a presentar las obras de teatro que montábamos con Antonio Leyva y Pedro Zapata, una de ellas, Soldados, basada en un texto del barranquillero Álvaro Cepeda Samudio.
Gracias a la efervescencia internacional provocada por el Festival Internacional de Teatro Universitario y al auge del arte comprometido en boga entonces, pudimos conocer uno a uno todos esos lugares marginales donde nos presentábamos y conocimos así la otra cara siempre oculta de Manizales, los rumbos de más allá de la fábrica de tejidos Única o la lejana cárcel blanca, donde actuamos para los presos.
Y ya animados por la emoción inigualable e inolvidable de sentirse útil en la sociedad al enseñar a leer y escribir a adultos atentos, mujeres y hombres ancianos de miradas profundas y tiernas, rostros marcados por el trabajo, el sol, el sufrimiento y la pobreza, una noche caímos en una redada al acudir de madrugada a presenciar una invasión en alguno de esos precipicios que daban hacia Villamaría, por lo que mi primo Olmedo Pineda García me dice, bromeando y señalándolos con la mano izquierda mientras conduce, que soy uno de los fundadores de esos barrios.
Unos diez imberbes muchachos amantes de la poesía y el teatro fuimos capturados por el ejército y encerrados varios días con sus noches en dos calabozos pútridos de la Permanencia de Hoyofrío, de donde nos sacó por fin después de una angustiante espera y cuando en la radio nos acusaban de ser peligrosos terroristas y guerrilleros, el alcalde Ernesto Gutiérrez Arango, quien conocía mundo y sabía bien que éramos solo unos niños que soñábamos con un país mejor sin tanta injusticia y miseria.
Más tarde, cuando con mis amigos Carlos Eduardo Hoyos Gómez y Alberto Giraldo fundamos en el Colegio Gemelli el periódico Conflictos, nos atrevimos a hacer un reportaje nocturno en la zona de tolerancia de Arenales, junto al bailadero Tico-Tico o el legendario bar del marica Alberto, a donde nos internamos en algún prostíbulo para entrevistar, con la autorización irónica de la dueña del antro, a jóvenes menores de edad que se prostituían y a las que pensábamos sacar de ahí y redimir con la inocencia febril y utópica de la adolescencia. No olvidaré nunca la mirada de esa muchacha con la que hablé en Arenales, ni el rostro oculto de quienes pedían comida en la puerta, ni la mirada profunda de los adultos analfabetos sedientos de letras. ¿Qué habrá sido de todos ellos?