Ya hace casi 20 años de aquello. En St. Louis, justo al inicio de la clase de matemáticas, nuestra profesora anunció que nos tenía preparada una sorpresa. Sabedora de que el tema de las parábolas no era particularmente emocionante para ningún adolescente, decidió echar mano de la tecnología para inspirarnos. Entonces, el conserje entró empujando una curiosa estructura cableada de la que colgaban en suspensión energética 30 portátiles de visos púrpuras y una incandescente luz LED azul, una destellante notificación de que estaban vivos. Aquel fue mi primer contacto con el uso de pantallas en las aulas, la promesa de un futuro donde los microchips harían del papel un nostálgico recuerdo de un tiempo pasado anterior.
Pero, por fortuna, tal parece que la cosa no va a ir por ahí. Y es que el campanazo con mayor resonancia ha sido dado desde Suecia, donde hace pocos meses desterraron a las tabletas de la educación y han hecho volver a los libros como hijos pródigos ¿La razón? Las capacidades de concentración y comprensión lectora de los estudiantes habían caído en picado.
El fracaso del experimento nórdico no sólo ha dejado valiosas lecciones y suscitado intensos debates para el resto de Europa en materia de metodologías educativas, sino que ha arrojado evidencias empíricas de una curiosa condición de la lingüística humana: la lectura,
y el ejercicio mismo de entender un texto, es una habilidad que se cultiva y desarrolla en mejor medida de manera analógica.
El por qué una de nuestras herramientas cognitivas más sofisticadas alcanza su mayor grado de afinamiento a través de técnicas rústicas es algo que francamente no tengo claro. Son muchas las teorías que se barajan, desde la sensación de inconmensurabilidad que se desprende del scroll infinito que las redes sociales nos inculcaron hasta la carencia de los distractores que abundan en los dispositivos digitales. Lo que sí es cierto es que, no en vano, todos los libros electrónicos que existen en el mercado pretenden emular la sensación de leer un libro físico, tanto en el reflejo de la tinta como en la luminosidad de sus páginas.
Aunque, de momento, están lejos de sintetizar lo que, a mi juicio, es de los componentes más relevantes de la lectura en papel y es el tacto en las yemas de los dedos. En mi caso personal, y aunque desde muy chico he sido un devoto apóstol de la tecnología, andar de aquí para allá con ladrillos de papel encima forma parte integral de mis propios recuerdos y constituye una condena perpetua para los tendones de mi muñeca y los bolsillos de mis chaquetas. Siento un profundo dolor metafísico en las entrañas con los pedeefes de veinte páginas si no los puedo imprimir, pero, por el contrario, no experimento ni un ápice de pereza ante volúmenes físicos de más de 500. Sé que no soy el único al que le pasa, aunque tampoco creo que sea algo que deba preocuparme porque lo que la celulosa sabe, los pixeles todavía lo ignoran. Esperemos que siga siendo así por un buen tiempo.