Partimos de un hecho indiscutible: la sociedad colombiana atraviesa por la misma e irresoluta crisis; sería ingenuo negar que nuestros acuerdos institucionales básicos no están funcionando, o mejor, no están funcionando bien. En general, el Estado colombiano es incapaz de imponer el orden, no ejerce el monopolio legítimo de la fuerza, y fracasa en su tarea fundamental de proteger la integridad y la vida de los asociados. Los hechos de corrupción se suceden unos tras otros a una velocidad de vértigo y la sensación que queda es que la justicia funciona mal.

El sistema político no ha sido capaz de establecer reglas de juego claras que hagan posible concretar la virtuosidad del equilibrio de poderes. Por eso muchos estudiosos como Acemoğlu y Robinson, autores del libro Por qué Fracasan los Países, hablan del Estado colombiano como un Estado medio fallido. En línea con la tesis que ventilan en su texto, asumen que el fracaso o el éxito de una sociedad radica en la calidad de las instituciones, esas reglas formales o no formales que determinan el futuro de un país.

Naturalmente en Colombia no hemos sido ajenos a esta discusión; las casi 50 reformas que ha tenido la Constitución de 1991 hasta hoy, confirman el aserto; en el entretanto, los intentos para hacerlo por vía constituyente o vía referendo también han sido recurrentes. No siempre las nuevas instituciones consiguen los efectos esperados, o porque los diseños fueron equivocados o porque la tozuda realidad ralentizó sus efectos.

La Constitución del 91 abordó tres problemas básicos: la justicia, el sistema político electoral, y el ordenamiento territorial. En materia de justicia estableció las bases para introducir el sistema penal acusatorio en lo penal, y creó la Fiscalía. En cuanto al sistema político electoral, le dio un mazazo a nuestro bipartidismo tradicional y creó las condiciones para que floreciera el multipartidismo. En cuanto al tema territorial, los constituyentes del 91 quisieron concretar una verdadera autonomía de los departamentos y municipios. No tuvieron tiempo de dejarlo explícito en el texto de la Carta y decidieron entregarle esa responsabilidad al Congreso.

Transcurridos más de 30 años de su vigencia, y a caballo sobre las crisis de estos tormentosos tiempos, hay evidencias para afirmar que esas reformas, o no se cristalizaron, o no tuvieron las consecuencias deseadas. La Justicia sigue siendo lenta y tardía. La semana pasada conocimos el resultado de una investigación que nos habla de una impunidad del 96% en materia penal. Sin duda, las funciones nominadoras de las altas cortes las han distraído del cumplimiento de sus funciones esenciales y las han vuelto proclives a la clientelización. El sistema de juzgamiento de aforados definitivamente no funciona. La Comisión de Acusación es una mascarada y debe ser reemplazada por un verdadero organismo que investigue, juzgue y castigue a los más encumbrados funcionarios del Estado, incluido por supuesto, el presidente de la República.

El Congreso nunca cumplió el mandato que le entregó la Constitución de aprobar una verdadera ley de reordenamiento territorial. Al contrario, con el tiempo los procesos de descentralización se han reversado y hoy el centralismo asfixia al país. El sistema político electoral se ha envilecido hasta la repugnancia. Desapareció un verdadero sistema de partidos, que fue reemplazado por pequeñas empresas electorales que hacen imposible y muy costosa la gobernabilidad en el escenario de un sistema fuertemente presidencial. (Ayer nos anunció el registrador que, en los próximos dos años, el costo de las elecciones será de 3.5 billones de pesos).

Para muestra un botón, el escándalo de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres parece haber tenido origen en el espurio sistema de transacción del Congreso con el Ejecutivo. Se han malogrado en los últimos años muchos intentos de rediseñar estas instituciones. El Congreso no lo ha podido o no lo ha querido hacer. Han prevalecido, en suma, los privilegios enquistados en los distintos órganos del poder público involucrados. Que un gran acuerdo nacional le entregue al Congreso el mandato claro de hacer su tarea; si no lo cumple, habrá que buscar otra salida a la cerrazón reformista que hizo inevitable la Constituyente de 1991.