Ostento títulos rimbombantes, y que este sea el momento de vanagloriarme. El primero: Tener una medalla por ganar un campeonato de microfútbol en el colegio, no por habilidad con el balón, al contrario, al no saber qué hacer con una esfera en mis pies, no quedaba sino el doloroso camino de ser arquero de mi salón, posición que gané, ya que en el desigual piso de cemento del Seminario Redentorista del 94, sobre el cual estaba delimitada una cancha más pequeña que las reglamentarias, porque fácilmente los contrincantes en 3 segundos llegaban al arco rival, o sea donde mí, que trataba de cubrir con mi escaso volumen un arco de un área de 2 por 4 metros, que yo percibía de 10 por 20; era el único dispuesto a pelarme rodillas y codos para detener el balón incluso con la nariz, como constantemente sucedió.
El segundo: en mi primera contienda electoral del año 2007 como candidato al Concejo fue un logro sacar 1.013 votos, como único mérito, ser propietario de un bar en quiebra, pero que, como último acto altruista antes de cerrar, me dediqué los últimos tres meses de elecciones a regalar el poco inventario de vodka y así convencer, con argumentos sólidos a irresponsables, borrachos que votaran por mí. El tercero: vender uno de mis poemarios, teniendo en cuenta que nunca lo saqué al mercado, siempre los regalé, por vergüenza de ofrecerlos y por caridad me los pagaran y sintieran además la obligación de leerlos por si algún día nos encontrábamos y hacía la estúpida pregunta “como le pareció”.
Pero la transacción mercantil no la hice yo, fue un rescate de Carlos Mario Uribe en su Nave de Papel, quien vio en una librería de segundazos uno de mis ejemplares que lo había vendido allí por 2.000 pesos, alguien a quien yo se lo había regalado, y Carlos adquirió en 4.000. Y el cuarto: y más importante, fue en mi segunda presidencia en el Concejo 2018, que bajo la curaduría del historiador Pedro Felipe Hoyos convertimos el recinto en epicentro cultural con diferentes actividades, y dentro de los ilustres contertulios, estuvo Hernando Salazar, pero el logro no fue que hiciera parte de la parrilla, sino que después, en un escrito, habló bien de un político... habló bien de mí, resaltando la actividad como presidente ligado a la cultura, incluso, en palabras de alguien: “el logro no fue que escribiera bien de un político, es que, por fin, se fijara en uno”. 
Por eso, ante un wapp que del poeta Héctor López hace meses, donde me decía: “se nos fue el maestro”; busqué titulares del día: “La noche del seis de febrero se apagó uno de los intelectuales de la región, Hernando Salazar Patiño, que se desempeñó como escritor, crítico literario, polemista, editor, conferencista e historiador, y dejó su legado en los medios culturales”. Pero al encabezado le faltaba un concepto: Poete Surrealist, pues lo fue, y no desde la mera expresión artística, lo fue desde todo su ejercicio literario y de vida.
Si bien es cierto, el surrealismo empieza en 1919 como nuevo procedimiento de escritura poética, l’ecriture authomatique, terminó siendo en los 30 un movimiento de amplia tesitura ideológica, y sus principios, coincidentes con la vida del maestro Hernando.
Escribía André Breton en su segundo manifiesto surrealista: “al expresarnos no hacemos más que servirnos de una posibilidad de conciliación oscura entre lo que teníamos que decir, y lo que sabíamos que teníamos que decir, y sin embargo no decimos”. Hernando, prescindió de ese rigor, si era necesario torpedear, que además lo disfrutaba, lo hacía como el surrealismo y el Dadá.
Además, su automatismo era deslumbrante, su inspiración superior, una brillantez como pocos. Evadió, como el surrealismo, todo oportunismo político o personal; para ambos, surrealismo y Hernando, la liberación del hombre como condición sine qua non era la liberación del espíritu. Ningún control le era aceptable, las acciones surrealistas de Hernando fueron anarquistas, polemistas, ofensivas a lo universalmente venerado, un ataque al status quo, al establecimiento. Larga vida al surrealismo Hernandino, corta muerte para el maestro.