Sin darle muchas vueltas al asunto, tolerancia es respetar y aceptar las diferencias con los demás, en ideas religiosas y políticas; gustos artísticos, literarios y deportivos y en otras manifestaciones humanas, que son formas de pensar, opinar y obrar susceptibles de divergencias. Las diferentes formas ver las cosas, administrar los intereses comunes y resolver los conflictos son normales en la diversidad conceptual de los seres humanos, cuando se trata de decidir sobre asuntos que atañen a las comunidades.
En los países democráticos existen movimientos de variadas ideologías, liderados por dirigentes que los representan, cuyas propuestas divergentes para elegir gobernantes que conduzcan las riendas del Estado y legisladores que diseñen sistemas: económicos, judiciales y administrativos que se convierten en norte y guía del funcionamiento institucional, se someten a votaciones, que imponen, por decisión mayoritaria de quienes participan en ellas, los caminos a seguir.
En un sistema democrático, inspirado en el humanismo, los favorecidos, que ascienden al poder con el beneplácito de las mayorías, deben actuar a favor y en representación de todos los ciudadanos, respetando los derechos individuales de quienes integran el conglomerado nacional. Asimismo, los perdedores deben respetar el veredicto de las urnas y no sabotear el desempeño de los ganadores, desde diferentes frentes, como el parlamento y los tribunales de justicia, lo que constituye un acto de intolerancia que afecta a todos, para satisfacción egoísta de líderes frustrados, malos perdedores.
Las diferencias personales, según los cánones de la educación, las buenas maneras y la sana convivencia, simplemente las resuelve la tolerancia. La intolerancia es una forma de grosería, malas maneras y antipatía, que algunos individuos disfrazan de carácter o personalidad, con el argumento peregrino de que “yo soy así”, que los extremistas de distintos matices ideológicos sustentan con la violencia, de lo que dan cuenta las guerras y los movimientos armados ilegales, que son pan de cada día desde cuando el mundo es mundo, negándole a la humanidad el derecho sagrado de la paz.
La formación académica, las lecturas y la experiencia: laboral, familiar y social, forman en los individuos ideas propias, que se incrementan y acumulan con el transcurrir de la vida y a la larga constituyen un patrimonio, intelectual y moral, que se disfruta, se comparte y se trasmite; o, simplemente se conserva. También las ideas propias se aplican a las actividades públicas de mando y manejo, en el caso de quienes ejercen la autoridad por mandato de los asociados.
El volumen de ese patrimonio ideológico difiere en las personas, igual que el económico, como indicativo de riqueza o pobreza; opulencia o miseria; fastuosidad o modestia. La del dinero, cuantificable; la ideológica, intangible, pero igualmente valiosa. La tolerancia, la libertad y la paz son formas de vida que perseveran en quienes aman y practican la convivencia, la solidaridad y el buen vivir. “Quijote que es uno”.