“Algo se muere en mí todos los días”, es uno de los versos más afortunados de Julio Flórez Roa (1867-1923), el poeta colombiano que hizo parte del grupo bohemio La Gruta Simbólica, que existió en la fría y culta ciudad de Bogotá a principios del siglo XX, cuyos integrantes, entre copas del “néctar de los dioses”, como llamaban al aguardiente, y volutas de humo de tabaco y cigarrillo, discutían acerca de la producción literaria, de Colombia y del mundo, especialmente los “poetas malditos” franceses (Verlaine, Rimbaud, Baudelaire…) e intercambiaban sus producciones, compartiéndolas en hojas manuscritas, mientras encontraban editor.
El verso citado, del autor de “Mis flores negras”, junto con otro del mismo poeta: “Todo nos llega tarde, hasta la muerte”, fue declarado como lo único rescatable de la obra del bardo por el crítico Andrés Holguín (1918-1989), en su libro “Antología crítica de la poesía colombiana 1874-1974”, que le encargó el Banco de Colombia para conmemorar el centenario de fundación de esa institución financiera. Puede resultar exagerado el juicio de Holguín, pero él era un respetable intelectual capitalino.
El escritor Adel López Gómez (1900-1989), quindiano nacido en Armenia en los albores del siglo XX, cuentista destacado, de pulcro y exquisito estilo costumbrista, modalidad que desprecian los gurúes de la literatura moderna por considerarla primitiva y campechana, me decía, cuando ya superaba los ochenta años, con saludable sentido del humor: “Ole José: se llega a una edad en la que uno es mayor que todos los que conoce”.
Y para seguir con el tema de la edad, que a algunos les produce rasquiña, Euclides Jaramillo Arango (1910-1987), nacido en Pereira, pero radicado en Armenia, desde niño y por el resto de su vida, se destacó como empresario, hombre cívico y líder social, cofundador de la Universidad del Quindío, entre otras realizaciones suyas de trascendencia, alcanzó una avanzada edad, y fue, además, escritor de muchos méritos, autor de obras como “Los talleres de la infancia”, en la que describe la forma como los niños antiguamente hacían sus juguetes, antes de que aparecieran Fisher Price y otras marcas; y de “Un campesino sin regreso”, una novela descriptiva del desplazamiento por la violencia. Cuando transitaba por la ancianidad, interrogado por un periodista quien le preguntó (imprudente) que cuántos años tenía, contestó: “Uno”. “¿Cómo así?”, insistió el reportero, a lo que replicó Euclides: “Sí, los otros ya me los gasté”.
El envejecimiento es un proceso biológico inevitable, que ahora presenta índices sorprendentes de duración de las personas. La ciencia médica y la industria farmacéutica, con sus avances, permiten que la mortalidad se aplace; los hogares de ancianos proliferan; la disponibilidad de familiares para cuidar a los viejos y los espacios hogareños para tenerlos se han reducido; la sabiduría de los ancianos, que antes era consultada, ha sido sustituida por la tecnología informática…
En fin, hay que prepararse para envejecer con dignidad y calidad de vida, dejándose llevar por la corriente, hasta que “mi Dios se acuerde de uno”, como se dice piadosamente.