Duele decir adiós. La voz se quiebra, el corazón se contrae, los ojos lloran y, finalmente, el alma se recoge. Los recuerdos vienen en una avalancha interminable de nostalgias que extrañamente tienen el poder de reconfortar y entristecer mientras nos cuestionamos por el propósito del creador en este valle de lágrimas. Por lo pronto, seguir adelante parece la consigna.
Un amigo querido se nos ha anticipado en el viaje a la eternidad: Hernando Castro Suárez. Hernando tenía dones que lo hacían una persona singular. Líder del movimiento indígena de Colombia, perteneciente a la etnia Uitoto, dedicó su vida a trabajar por sus comunidades en una mágica región colindante entre Amazonas y Caquetá, conocida como Araracuara, convirtiéndose en un luchador por la defensa de los derechos de sus comunidades a la autonomía, la participación, la defensa de su territorio, protección del hábitat.
Era un hombre que emanaba fortaleza en cada gesto. De contextura robusta; su figura imponía respeto, mientras sus profundos ojos, llenos de sabiduría ancestral, parecían penetrar el alma de quienes lo miraban. Su piel canela, curtida por los años y las luchas, reflejaba su vínculo inquebrantable con la tierra que defendió con tanto fervor. No era necesario conocerlo mucho para saber que uno estaba frente a un líder nato; su presencia dejaba una huella imborrable, una energía que irradiaba autoridad y a la vez empatía, propia de aquellos que nacen para guiar a los demás.
Era de esos hombres que parecía tener siempre una misión, una palabra justa, una presencia que bastaba para crear puentes y abrir caminos. Hernando Castro Suárez no fue solo un líder, fue una voz, una bandera en medio de tiempos convulsos para las comunidades indígenas, a las que defendió con un amor que trascendía lo político o social: era una devoción profunda por sus raíces, por la tierra que lo vio crecer y por la gente que veía en él un protector, un guía, un hermano.
Quienes tuvimos la dicha de compartir con él, de escuchar sus reflexiones, de caminar junto a su mirada siempre fija en un horizonte más justo, sabemos que su partida deja un vacío imposible de llenar. La Amazonía, con su canto de selva y ríos, será testigo de su legado. Su espíritu, lo sabemos bien, no se apaga con la muerte; sigue danzando entre las montañas, cuidando los ríos, velando por los suyos, ahora desde la eternidad. Y mientras nosotros quedamos aquí, despidiendo a este amigo, compañero y hermano, no podemos más que agradecer por haber sido parte de su vida, por habernos enseñado que la lucha por la justicia y la dignidad nunca es en vano, que hay causas que trascienden, que valen el sudor, las lágrimas y, a veces, la vida misma. Hernando, te despedimos, pero tu luz seguirá guiándonos en este caminar que, sin ti, será un poco más solitario, pero también más iluminado por el ejemplo que nos dejas.
A su esposa, Iris, y a sus hijos, Kevin, Diana y Dayana, les enviamos un abrazo lleno de afecto y fortaleza. En este momento de profundo dolor quiero que sepan que el legado de Hernando no se apaga; su espíritu sigue vivo en cada lucha que emprendió, en cada sonrisa que compartió con ustedes y en el amor inmenso que siempre les tuvo. Que la memoria de su amor y dedicación les brinde consuelo, y que su ejemplo les siga acompañando. La familia que él construyó es un reflejo de su grandeza, y en ustedes su luz perdurará. Hasta siempre, amigo querido.