Hace pocos días los estadounidenses eligieron nuevamente a Donald Trump como presidente. En esta columna, más que juzgar desde la ideología, me gustaría invitar a una reflexión sobre el tipo de liderazgo que estamos aceptando en la política. No es un secreto para mis lectores dónde me ubico en el espectro político, pero hoy quisiera que ese dato no importara; más bien, miremos a las personas que han alcanzado el poder.
Trump representa un perfil de líder que parece en auge en muchos países, incluido el nuestro: alguien que no tiene reparo en mentir, que recurre al irrespeto y la intimidación para alcanzar sus objetivos. Su estilo es uno que subestima al otro, que busca dividir y fomentar el odio para fortalecer su propia posición. Independientemente de sus políticas, su comportamiento como líder despierta interrogantes sobre los estándares que estamos dispuestos a tolerar.
En Colombia, enfrentamos en las últimas elecciones un dilema similar. Tuvimos que elegir entre dos candidatos que compartían ciertas características con Trump: Rodolfo Hernández y Gustavo Petro. Hernández, con un estilo desafiante y una actitud que rozaba lo grosero, no ocultó su desprecio por quienes pensaban distinto y usó el sarcasmo para minimizar a los demás, una estrategia similar al bullying político que Trump emplea. Petro, por su parte, ha sido abiertamente hostil con quienes lo cuestionan y tampoco teme recurrir a la desinformación si con eso avanza su agenda. Ambos candidatos, en su momento, encarnaron tácticas que no invitan a construir en consenso, sino que parecen diseñadas para dividir y polarizar.
Más allá de la comparación de sus personalidades, la pregunta esencial aquí es: ¿por qué aceptamos esto como ciudadanos? ¿Por qué en Estados Unidos y Colombia -países tan distintos pero igualmente afectados por la polarización- seguimos eligiendo líderes que promueven el conflicto en vez de la unidad? Esta elección reciente en Estados Unidos y la nuestra en Colombia son recordatorios de cómo la política, cada vez más, se basa en la idea de que “el fin justifica los medios,” sin importar cuán cuestionables sean esos medios.
Nos merecemos líderes decentes y honestos. Líderes que construyan puentes en lugar de barreras, que inspiren respeto y no miedo, y que no hagan del odio su herramienta para ganar. Sin embargo, si estos líderes, con sus tácticas divisorias, alcanzan el poder, es porque nosotros, los votantes, hemos sido permisivos, incluso complacientes. La política no es ajena a la sociedad que la produce; por el contrario, la refleja. Si los líderes que hoy vemos reflejan valores cuestionables, es hora de preguntarnos si, como ciudadanos, estamos siendo lo suficientemente exigentes y responsables con nuestros votos.
El fenómeno de líderes que dividen, manipulan y confrontan parece ser una tendencia global, pero al final del día, somos nosotros quienes permitimos o rechazamos esta clase de liderazgo. Podemos ver en Trump, Hernández, Petro y otros, los rostros de una política que, en lugar de evolucionar hacia la madurez y la construcción, opta por el atajo del conflicto y el desprecio. Quizá sea tiempo de cuestionarnos si este es el tipo de líderes que queremos para nosotros y para las generaciones futuras.
La conclusión es sencilla: los líderes que tenemos son el reflejo de los votantes que somos. Si queremos un cambio verdadero en el liderazgo político, el primer paso está en nuestras manos y en las decisiones que tomemos en cada elección.

Juan Martín Dussán López