Leí un cuento de cuyo nombre no quiero acordarme. Mostraba una escena de un hombre que se satisfacía con el cadáver de una niña. El texto pretendía ser chocante y tenía un final efectista: pensé en Cortázar con guantes de boxeo. Digamos que un buen cuento corto para una espera larga. Sin embargo, lo interesante era la crítica que entrañaba con su título: ¿dónde está Dios cuando estas aberraciones pasan?

Varias personas lo leímos y se creó un pequeño debate que puede quedarse en el concurso de los olvidos. Lo que me pareció que se ponía en duda -y por eso escribo esta columna- fue lo que entrañó la discusión: ¿representar un hecho traumático de nuestro tiempo es una apología a las violencias?, ¿por qué un lector interpreta que quien escribe cierto relato ficticio es, por sustracción de materia, un espejo de aquello que escribe?, ¿en qué sentido la lectura de un cuento de terror podría vulnerar los derechos de los lectores?

No tuve que darle muchas vueltas al asunto para pensar en Gisèle Pelicot, la mujer francesa de Mazan, un pueblo del sur de Francia. Su marido -Dominique Pelicot- la drogaba, la violaba y grabó a más de cincuenta hombres violándola también. Gisèle no estaba muerta cuando la violaron, aunque sí inconsciente, incapaz de defenderse; era como un cadáver, lo que hace el crimen más atroz: quitarle la voluntad a una persona para aprovecharse de su vulnerabilidad.

Si alguien escribiera un cuento sobre este caso, se imaginara las escenas, las describiera con detalles, plasmara los puntos grises de los violadores, mostrara que son hombres cualquiera y que también son hijos de un sistema patriarcal en que las violaciones son justificables y justificadas, ¿ese alguien estaría haciendo una apología a las violaciones, estaría “normalizando” y “romantizando” -como les gusta decir tanto ahora- a los violadores?

Jorge Franco, en una reciente entrevista para El Espectador, dijo que vivimos en la “dictadura de lo políticamente correcto”. Pese a ello, su responsabilidad como escritor es “mostrar la realidad”; la literatura debe “explorar los matices de la condición humana”. Y Pilar Quintana, en una entrevista para Radiónica, dijo, a propósito de uno de sus cuentos que fue censurado: “Lo perjudicial no es que un niño lo lea, sino que lo violen”.

Y ya que estamos en vísperas de Halloween, pienso en una película de vampiros tropicales: Pura sangre, de Luis Ospina. En la pieza de 1982 hay -sí, también- sórdidas escenas de necrofilia. Por ejemplo, un grupo de cómplices engatusa a un joven, luego lo droga, lo mata y, ya muerto, lo sodomiza. Después lo dejan por ahí. ¿Fue, entonces, Luis Ospina un sádico, un loco, un rayado, una persona despreciable a la que habría que cancelar?

La lectura del cuento de marras, en vez de darme pautas para valerme de los muertos, me hizo buscar cosas que no me ponen muy feliz de ser humano: el mercado ilícito de cuerpos o de partes de cuerpos en el mundo, la posesión del cuerpo de mujeres como botín de guerra, la comercialización del cuerpo de niños para turistas gringos. La idea de que a muchos seres humanos les seduce ser Dios por un instante para deleitarse con los indefensos -muertamente vivos, vivamente muertos-.

Julián Bernal Ospina