Con algo de sorna, he escuchado a muchos comentar en tono de burla: “Dime lo que quieras, yo no tengo masculinidad frágil”. Y, como reza el dicho, entre broma y broma, la verdad se asoma. 
Retar nuestra impuesta masculinidad es algo reciente, porque hace años ser hombre era casi que una carga silente, una imposición de un falso honor que no permitía mancha alguna.
A esta conclusión llegué luego de leer I Don’t Want to Talk About It, del psicólogo estadounidense Terrence Real; un texto que explora “el legado secreto de la depresión masculina” y que, sin pretenderlo, me llevó a cuestionar las formas en que hemos ‘aprendido’ a ser hombres. 
Pero, ¿qué tal si esta historia se puede mejorar con algo de “heroísmo”? Pero no el de Supermán, claro está.
No sé si fue por mi propia fijación con la obsesión masculina por la fuerza y la imperturbabilidad, por mi historia lidiando con episodios depresivos, o por mi necesidad de entender por qué a tantos hombres les cuesta la vulnerabilidad, se tragan sus tristezas en silencio y viven encerrados tras máscaras venecianas en un teatro sin espectadores, pero de algún modo llegué a este tabú del que pocos hombres hablamos.
Real no solo es terapeuta, sino también un narrador de historias dolorosamente honestas. En su libro, alterna entre teoría y ejemplos prácticos de su trabajo con pacientes, junto a fragmentos de su propia experiencia con la depresión y el trauma familiar.
Entre lo que más me marcó fue su distinción entre la depresión “manifiesta” y la “encubierta”: la primera es aguda y evidente, mientras que la segunda es sutil, crónica e invisible. 
Esta última, según Real, es la que prevalece en los hombres y rara vez es diagnosticada. “La procesión va por dentro”, justificaría el pensar común para no molestar con las fatigas del corazón.
Pero, ¿cómo llegamos a este punto? Real sugiere que la clave está en la socialización masculina. Desde niños, aprendemos que ser hombre es un proceso de negación: no ser débiles, no ser dependientes, no llorar, no expresar fragilidad. Hay que ser “hombres firmes y finos a toda costa”.
Esta construcción negativa nos aleja de nuestra propia vulnerabilidad y emociones, creando un vacío que, con el tiempo, se convierte en depresión, desde la enfermedad misma hasta la pérdida de gusto en los placeres cotidianos. 
La desconexión de nosotros mismos y de los demás se vuelve el precio de cumplir con un ideal de masculinidad que no nos representa. Y el problema es reconectar cuando ya es tarde y no podemos acompasarnos con los demás.
Este vacío emocional no discrimina. No importa si un hombre es homosexual o heterosexual, si tiene pareja o está soltero. La depresión masculina atraviesa todas estas categorías y afecta a hombres de todas las edades y contextos.
Muchos padecen en silencio, sin siquiera tener las palabras para describir su dolor. Las cifras de suicidio masculino son un reflejo alarmante de esta realidad. En muchos países, los hombres tienen tasas de suicidio significativamente más altas que las mujeres, una tragedia que rara vez se discute con la seriedad que merece.
Esta situación también está profundamente enraizada en nuestras formas de crianza y patrones culturales específicos. 
En Antioquia y otras regiones de Colombia persiste un modelo de masculinidad basado en la idea del ‘varón recio’: un hombre trabajador, proveedor, fuerte, que no se queja ni muestra debilidad. 
Esto se refuerza con el ‘castigo’, una especie de código no escrito que mide la hombría por la capacidad de soportar el dolor sin expresar emociones. 
Crecer bajo esta mentalidad hace que muchos hombres internalicen la vulnerabilidad como un fracaso personal, lo que los aleja aún más de su propia humanidad.
Estas narrativas no solo moldean el comportamiento individual, sino que perpetúan estructuras que dificultan el acceso de los hombres a espacios seguros para expresar sus emociones.
Desde una perspectiva antropológica, podríamos rastrear estas actitudes hasta las sociedades patriarcales que valoran la fuerza física y la dominación como atributos masculinos esenciales por encima de cualquier otro. 
Por generaciones se entendió la rudeza como una aptitud para la protección y se hicieron falacias de asociación para sostener la violencia como vínculo.
Pero en el mundo actual, donde la conexión emocional y la inteligencia relacional son igualmente importantes -¡por fin!-, estos viejos modelos ya no sirven. Se convierten en trampas que atrapan a los hombres en una soledad devastadora.
No basta con que los hombres reconozcamos este peso emocional; es crucial que quienes nos rodean también comprendan el impacto que tiene en nuestras relaciones. 
La desconexión emocional no es una herida que solo afecta al hombre que la lleva, sino que se extiende sobre sus parejas, hijos, amigos.
La incapacidad para expresar emociones o pedir ayuda crea muros que separan a las familias, enfrían las amistades y transforman el amor en una lucha silenciosa por entender al otro. 
¿Cuántas veces hemos escuchado a una pareja decir: “Es que no sé qué siente”, o a un hijo que crece sin conocer el lado vulnerable de su padre?
A veces, una relación significativa en la vida de un hombre puede convertirse en un espejo implacable, reflejando no solo el cariño y la complicidad, sino también las grietas que deja la desconexión emocional. 
Cuando se siente que el afecto de alguien importante debe ganarse a cuenta gotas, o cuando se percibe que la vulnerabilidad es recibida con distancia, surge una mezcla dolorosa de frustración y duda sobre lo genuino de la relación.
De ahí que la responsabilidad de cambiar no recaiga únicamente en los hombres. La sociedad entera debe abrir espacios donde la vulnerabilidad no sea juzgada ni castigada, sino reconocida como una muestra de fortaleza. 
La educación juega un papel fundamental en este proceso: criar a niños que entiendan que llorar no los hace menos valientes y que expresar sus emociones no los aleja de su identidad masculina es el primer paso hacia una generación más saludable.
En mis propias relaciones, abrirme y aceptar mis emociones no ha sido un camino fácil, pero sí uno necesario y he aprendido que compartir el dolor no lo amplifica, sino que lo diluye. 
Cuando dejamos de ver la vulnerabilidad como una debilidad y la entendemos como un puente hacia la conexión, no solo sanamos nosotros, sino que ayudamos a sanar a quienes caminan a nuestro lado, pues al final, no se trata solo de sobrevivir al peso de la masculinidad impuesta, sino de vivir plenamente.
Terrence Real ofrece una salida: el “heroísmo relacional”. Este concepto plantea que la verdadera valentía no está en la negación de nuestras emociones, sino en enfrentarlas y compartirlas con los demás. 
Cada vez que un hombre se permite ser vulnerable, que elige el afecto sobre la frialdad, está rompiendo con ese ciclo de trauma y depresión. 
Es un acto pequeño, pero significativo, que tiene el poder de transformar no solo su vida, sino la de quienes lo rodean.
Este enfoque me recordó un artículo reciente de The New York Times sobre terapia de pareja en el que una dupla paciente de Real cuenta su historia. 
El texto destaca cómo muchos hombres llegan a la terapia con una resistencia inicial a confrontar sus emociones, pero descubren que, al hacerlo, no solo mejoran sus relaciones, sino también su bienestar personal. ¡Suena obvio, pero, créanme, hay mucha gente que no lo ve así!
La terapia, en este sentido, se convierte en un espacio donde los hombres pueden reaprender a conectarse consigo mismos y con los demás, desafiando las estructuras que los han mantenido en silencio. Por eso, no deja de sorprenderme lo costoso emocionalmente que significa “hacerse el fuerte”.
De vuelta al libro, Terrence Real habla de la “imagen negativa central”, esa narrativa interna que construimos sobre el otro y que filtra nuestras interacciones. Es como si, a pesar de compartir amor y proyectos, volviéramos siempre a los peores relatos que tenemos del otro, atrapados en ciclos de reproches y expectativas no cumplidas porque, quizás, no “son fuertes como nosotros”.
A veces, esperamos que la persona a nuestro lado repare las carencias de nuestra infancia, que nos libere del peso de las heridas que nunca supimos cómo sanar, cosa que nunca debería suceder porque no es su tarea ni su deber. 
Pero lo que terminamos encontrando es alguien que, sin quererlo, activa esos mismos botones emocionales que tratamos de evitar.
Como señala Real, “todos pensamos que merecemos a la diosa o al dios que nos curará, pero terminamos con alguien perfectamente diseñado para fastidiarnos”. 
Este desencuentro nos enfrenta a una elección: seguir atrapados en la imagen que construimos del otro o atrevernos a romper el ciclo. Precisamente, aquí entra mejor el concepto de Terrence Real del heroísmo relacional. 
Ser valientes no es endurecernos, sino permitirnos sentir. ¿Qué más valentía que aceptar lo que viene? No es ignorar el dolor, sino aprender a caminar con él sin cargarlo solos. Cada vez que un hombre se permite ser vulnerable, no solo sana, sino que también enseña a otros que hay otra forma de ser hombre.
También, porque esa necesidad de validación constante, de sentirnos vistos y valorados, a veces nos lleva a depender emocionalmente de las personas más cercanas. Es una forma de adicción al amor, como lo llama Real, donde el afecto del otro se convierte en una especie de diálisis para nuestra autoestima.
Cuando fluye, nos sentimos plenos; cuando se interrumpe, nos invade la inseguridad y la soledad. Romper con este ciclo es uno de los desafíos más grandes, pero también una de las liberaciones más profundas. 
No se trata de encontrar a alguien que nos salve, sino de aprender a sostenernos a nosotros mismos en el proceso.
Confieso que luego de la lectura del libro de Real quedé con un sabor extraño. Por un lado, me satisfizo reconocer la valentía de quienes hemos comenzado ese camino de reconexión emocional sin miedo a ser juzgados por nuestro peor juez: nosotros mismos.
Por otro, me pesa saber que aún vivimos en un mundo que castiga la vulnerabilidad masculina, por hombres que justifican no cambiar su parecer y mujeres que castigan esto como falta de supuesta virilidad.
Estas experiencias me han enseñado que, en ocasiones, el mayor desafío no está en que los demás no puedan comprendernos, sino en cómo nosotros mismos hemos aprendido a reprimir nuestras emociones para evitar el rechazo.
Sin embargo, he comprendido que no podemos forzar a otros a abrirse ni a ofrecernos la validación que buscamos. Lo que sí podemos hacer es construir nuestro propio refugio emocional, uno donde la autoaceptación y el amor propio sean el fundamento.
No es fácil desaprender lo que se nos ha inculcado desde pequeños, pero es necesario, pues al final del día, la verdadera fuerza no está en ocultar el dolor, sino en atreverse a compartirlo.
El libro de Real no es solo una exploración teórica; es un llamado a la acción. Nos invita a repensar cómo criamos a los niños, cómo nos relacionamos entre nosotros y, sobre todo, cómo nos vemos a nosotros mismos como hombres.
La depresión masculina nos afecta a todos los hombres -¡que lo diga yo! Y la solución empieza con algo tan simple como hablar de ello. Sin miedo. Sin vergüenza. Porque no estamos perdiendo nada al hacerlo; al contrario, estamos recuperando nuestra humanidad.