Hace poco, tuve una conversación con un amigo -por reducirlo a ese término injusto- muy cercano, de esas personas únicas que están atadas al alma y colindan con el corazón. 

Él acaba de lanzarse a la aventura de su propio emprendimiento, con el que siempre soñó tener un propósito ante la sociedad; una idea que ha cultivado con dedicación y sueños y que ahora empieza a dar sus primeros pasos en el mundo. 

Desde hace algunas semanas he estado a su lado, ayudándole en la creación de su relato estratégico y aconsejándolo en cada detalle narrativo, en la medida de lo posible. Hace poco, en una charla llena de honestidad, él me dijo:

     —De verdad, quiero reconocerte o remunerarte por esto. No quiero que sientas que te estoy usando.

Su propuesta era sincera y hasta lógica: vivimos en una sociedad donde cada esfuerzo parece tener su precio. Aun así, lo miré con una sonrisa y viéndolo a los ojos le respondí:

     —No necesito que me pagues. Estoy aquí porque quiero ayudarte, porque ver cómo creces me llena, y eso, para mí, ya es suficiente. 

Este breve intercambio resonó en mí por días. Me hizo reflexionar sobre la diferencia entre ayudar a alguien porque nace hacerlo y lo que implica "servir" a otro en el sentido más puro. 

Servir, en este caso, no es una transacción, ni siquiera una negociación emocional; es un acto de entrega, una forma de cuidado desinteresado que me conecta no solo con su éxito, sino con su proceso de vida; algo que, para muchos, en nuestra sociedad, es “ser un bobo”, lastimosamente. Pero yo no creo en eso.

En una época donde cada relación parece tener un precio, donde cada minuto es tasado en dinero y rentabilidad, recordé algo que mencionó Emmanuel Levinas: la verdadera responsabilidad hacia el otro nace cuando reconocemos al prójimo, cuando dejamos de verlo como un medio y lo empezamos a ver como un fin. 

Servir no es hacer favores ni simples transacciones (por algo dicen que es mejor deber dinero a deber favores). Va más allá, es la posibilidad de tocar la vida del otro con amor y de contribuir a su crecimiento sin esperar nada a cambio. Regreso a lo que le dije a mi amigo: “Lo hago por amor al arte y por amor a ti”.

A veces, al ver a alguien crecer, encontramos un espejo de nuestro propio camino. Servir nos da la oportunidad de descubrir partes de nuestra historia en la del otro, de revivir aprendizajes y hasta sanar viejas heridas a través de sus logros. 

Cuando ayudamos, estamos, en cierto modo, reescribiendo nuestra propia historia, compartiendo fragmentos de lo que hemos aprendido y poniéndolos al servicio de otra persona. El crecimiento ajeno no es solo algo que observamos desde afuera; lo vivimos también desde adentro, como si sus triunfos fueran una extensión de los nuestros.

Este proceso de entrega también nos permite descubrir las riquezas de nuestras relaciones, esas que solo se revelan en la cercanía y el compromiso: servir es explorar con gratitud cada detalle, cada acto recíproco, cada instante de apoyo silencioso. 

Al darnos cuenta de lo que nos ofrece cada vínculo, somos capaces de apreciar aún más el lazo que nos une y de cultivar relaciones profundas y llenas de propósito. En ese ir y venir, las relaciones se convierten en un refugio o zona segura, en un lugar de construcción mutua donde cada encuentro nos enseña y, poco a poco, nos transforma.

Martin Buber también reflexionaba sobre este tipo de relación en su obra sobre el “Yo-Tú”, cumbre en la filosofía dialógica; esa que procura estar siempre abierta en un esfuerzo de aprender constantemente de los otros.

Para Buber, solo al relacionarnos desde una conexión genuina y sin reservas llegamos a comprender lo que significa realmente estar ahí para alguien. No desde la superficialidad del “yo te doy, tú me das”, sino desde una entrega auténtica que busca el bien del otro porque, en algún punto, entendemos que ese bien también es el nuestro. 

Pues, sí, su bien es mi bien. Recordemos que cada uno es quien es en su relación con el otro o los otros. 

Servir, entonces, no es dar con condiciones ni llenar una cuota de altruismo en nuestra lista personal de tareas casi que animando la vanidad. Es entregarse con el deseo de que el otro crezca, de que su camino sea más firme, sin que esa ayuda esté sujeta a contratos ni obligaciones. Es un acto libre que, paradójicamente, nos hace más humanos.

Podría parecer una locura o una ingenuidad, en un mundo donde todo se mide en términos de utilidad, hablar de servir sin esperar nada a cambio. 

¿Por qué hacerlo? ¿Qué gano? Son preguntas legítimas. Y, sin embargo, la respuesta se encuentra en el mismo acto de servir. Porque en esa entrega —una entrega que no busca reciprocidad— encontramos el sentido de conectar realmente con el otro, y en el proceso, con nosotros mismos. ¡Hey, eso nos une más que el deseo y otros pretextos actuales! Si queremos relaciones profundas y de calidad, debemos aprender a servir.

En el fondo, cada vez que ayudamos a alguien de forma desinteresada, expandimos nuestra humanidad y hacemos espacio para lo que Levinas llama “el rostro del otro”: una presencia que nos interpela y nos invita a ser mejores, a salir del cascarón de nuestro propio interés.

Ya lo vemos: en estos tiempos, servir con amor y entrega es casi un acto de rebeldía. Cuestionemos los valores de una sociedad que nos ha enseñado que cada relación debe traer beneficios tangibles, donde se teme "dar de más" por miedo a perder. Pero, ¿qué tal si perdemos el miedo? ¿Si, por un momento, elegimos servir sin reservas?

Ese acto, lejos de dejarnos vacíos, nos permite sentirnos vivos, pues es preciso desprenderse de la idea de que ‘dar’ es privarse algo. 

No se trata de dejar de ser críticos ni de regalar nuestra energía a quienes no lo merecen, sino de elegir conscientemente a quién queremos servir, y entender que el valor de ese acto no se mide en dinero, sino en la riqueza de ver crecer a quienes amamos.

Sirvo, entonces, por amor a la causa, por la alegría de ver a un alma cercana avanzar en la consolidación humana de sus sueños. Porque, en el fondo, todos necesitamos a alguien que nos ayude a caminar sin preguntar demasiado, y porque sé que esa entrega sincera, ese acto de servicio, es una de las pocas cosas en esta vida que realmente nos hace humanos y seres amorosos.

Así me lo ha enseñado María Leonor. De alguna manera, también quiero seguir sirviendo, pues, estos actos de servicio son el mejor viaje en el que me he embarcado.

Luis F Molina