Llevo ya varias semanas cavilando la misma idea. Cuando pienso en eso siento vergüenza, ahínco por cambiar y la necesidad de disculparme por algo que, aunque es aceptado socialmente, no debe serlo.

Mea culpa, mi culpa. ¿Cuántas veces he estado presente, pero ausente? Con la mirada fija en la pantalla del celular o el reloj, sin notar que, frente a mí, había alguien esperando, tal vez, una conexión humana auténtica.

Esta sobreestimulación tecnológica, que nos envuelve en un constante flujo de información y distracciones, nos ha hecho olvidar el arte de estar presentes, de realmente estar ahí y disfrutar la presencia.

Aún recuerdo mi infancia cuando mi padre llamaba por teléfono fijo a mi madre desde el trabajo para decirle que nos encontraríamos a cierta hora y en determinado lugar. No había más comunicación y nada más que el cumplimiento. 

Las esperas se daban leyendo la prensa, un libro o quizás viendo a todo el mundo caminar dentro de los límites de su propia premura. Hoy, de pronto, no concibo esperar sin antes ‘quemar’ tiempo mirando la pantalla del celular, haciendo lo que en inglés se llama dumb-scrolling, navegar y divagar por redes sociales sin sentido y por mero entretenimiento.

De nuevo lo cito porque en su obra La Sociedad del Cansancio, Byung-Chul Han describe cómo hemos pasado de una sociedad disciplinaria a una sociedad del rendimiento, en la que el individuo se autoexplota en busca de constante actividad y alejados de cualquier momento de quietud y contemplación. 

Mirar el celular de forma compulsiva es quizás una de las expresiones más cotidianas de esta autoexplotación, donde la búsqueda interminable de estímulos en la pantalla nos mantiene ocupados, pero no en el aquí y menos en el ahora. Nos disociamos de lo que ocurre alrededor, atrapados en una falsa idea de conexión y poniendo lentamente en entredicho la calidad de nuestros vínculos.

Este hábito nos ha hecho olvidar lo que Martin Heidegger describía como estar-en-el-mundo, esa forma de ser donde se es consciente del entorno y de los otros. 

Hoy, sin embargo, vivimos en un estado de distracción continua, donde la presencia física no equivale a la presencia emocional o mental. Vivimos en un simulacro donde el celular se convierte en una especie de interfaz que simula la interacción humana, pero que en realidad nos aleja de ella.

¿Pero por qué nos cuesta tanto la desconexión? No lo sé. A mí, por años, me gobernó el deseo de saber de las noticias y estar actualizado con lo más reciente. Este ímpetu murió justa y paradójicamente mientras hacía mis estudios de maestría en periodismo digital. 

No obstante, también está la aprendida necesidad de querer saber de los demás, de lo que hacen, de lo que muestran o venden a través de las ‘intachables’ vitrinas de las redes sociales. De allí que quiera tomar mi culpa y proponer un cambio, de aislarme de ese aparato al que le miro por horas y que ya no debe tener más mi atención.

Fue precisamente, hace menos de un mes, cuando decidí limitar el uso de casi que todas las aplicaciones con función de interacción social. Al domingo pasado, el uso de mi celular se había reducido en un 85%. 

En realidad, suena a un logro importante, pero esta es una victoria pírrica si no viene acompañada de contemplar la realidad, vivir en el presente y querer contrarrestar esa necesidad de querer estar hiperconectados.

Con lástima, llegué a esta conclusión por la sensación de anulación e invisibilidad que causa usar un celular cuando otra persona está en nuestra en su compañía. Y lo peor es que yo sé y acepto que he provocado esa misma incomodidad y que he sido un agente activo y pasivo en esta pelea por tener atención y poder entablar relaciones genuinas, reales y presentes.

Con el celular en la mano, hemos entrado en una guerra silenciosa por el afecto y la validación, compitiendo con una pantalla que siempre parece ofrecer más estímulos que la realidad inmediata, además de sacarnos de la esfera en la que estemos o habitemos. 

Esta dependencia ha hecho que nuestras relaciones se tornen superficiales, carentes de la profundidad que solo se puede lograr mediante una presencia plena. Por eso, no deja de sorprenderme cuando entro a un restaurante y veo a todos los comensales mirando aisladamente su celular, mientras que nadie interactúa con los demás. 

De allí que apoye siempre esa idea de que, quien mire el celular, paga la cuenta de toda la mesa. Sí, es pésima la ideación de que tengamos que recaer en el castigo para poder relacionarnos entre nosotros, pero es tanta la dependencia y la obsesión por los dispositivos móviles que más tiempo pasamos mirando hacia el suelo que hacia el frente.

Es una ironía cruel que, en nuestro intento de estar en contacto con todo y todos, terminemos por desconectar lo más importante: el vínculo directo, el humano tangible. 

La verdadera presencia con el otro exige un esfuerzo consciente por poner toda nuestra atención, sin distracciones, en el aquí y ahora. En ese sentido, el acto de mirar una pantalla en medio de una conversación o una interacción es casi una traición a la humanidad del otro; es un acto de ausencia más que de presencia. 

En lugar de estar, nos escurrimos en una realidad paralela, donde el estímulo inmediato se vuelve más atractivo que la interacción que requiere esfuerzo y compromiso.

Me duele reconocer que esta dinámica no solo se limita a los espacios públicos. También ha invadido las conversaciones íntimas, donde el simple hecho de posar el celular sobre la mesa envía un mensaje claro: “te presto atención, pero solo hasta que algo más interesante aparezca en mi pantalla”. 

Emmanuel Lévinas podría describir este gesto como una forma de violencia hacia el rostro del otro, una negación de su alteridad, ya que, al desviar nuestra mirada al celular, rompemos la conexión con la singularidad del ser humano que tenemos frente a nosotros. 

Nos negamos a ver al otro por completo, sustituyéndolo por la fugacidad de la pantalla por un interés ausente y en muchas ocasiones, superfluo.

Según parece, en el 2024, estamos necesitando nuevos modales y protocolos para poder controlar nuestras propias obsesiones por saber más de lo innecesario.

Luis Felipe Molina R.