A veces las evitamos. Creemos que todas terminarán en conflicto. Pero, precisamente, su razón se valida en su primer nombre: conversación. No un debate. No una lucha. No una puja por tener la razón y el sustento del ego.
Una conversación incómoda no es una guerra de trincheras donde las palabras son balas o dardos cargados del veneno del resentimiento, sino un espacio de intersección donde se pone a prueba la consistencia de los vínculos y la solidez del convencimiento por los afectos.
Con el tiempo, me he vuelto seguidor de las conversaciones incómodas. No por un afán de controversia, sino porque son las que realmente revelan el espesor de nuestras relaciones, el calibre de nuestra capacidad de recibir más que de dar.
La ausencia de ellas puede significar que el lazo nunca fue tal, que era apenas un tejido frágil incapaz de sostener tensiones.
Como el buen oro, son estas conversaciones las que someten al calor y la presión todas las posiciones que nos unen auténticamente a los demás. Sin ese fuego, sin esa prueba, todo lo que creemos compartir puede no ser más que una ilusoria superficie que se desvanece en cualquier momento de reto y dificultad.
Pero tenerlas exige vulnerabilidad, una palabra que, aunque de moda, sigue generando escozor. La vulnerabilidad es desnudez emocional y la desnudez siempre nos confronta: con el miedo a ser juzgados, a ser rechazados, a no ser comprendidos.
Siempre hemos ido vestidos y cubiertos, por lo que abrirnos plenamente puede ser la película de terror más vista con un único espectador cada día. Más sencillo es vestirse con el silencio, convencernos de que el tiempo lo solucionará todo, de que no vale la pena remover lo que duele.
Más fácil es enredarnos en pequeñas disputas sobre lo trivial, usando el conflicto como un disfraz, una forma de escapar de lo que realmente debería decirse. Por eso, muchas veces preferimos pelear por tonterías en lugar de enfrentar lo que nos carcome y rompe por dentro.
Lo peor que sucede, en muchos casos, son las ideas tácitas y sin encuentro que nos fían desde la mente. Lo que presumimos que tenemos con los demás; del daño nunca contado que hacemos o que nos hacen; de esa recopilación de eventos dolorosos que se va apilando como una montaña que muta a formación volcánica y termina por hacer erupción y acabarlo todo. Ese es el problema de guardar silencio, de guardar supuestos motivos.
Y es que evitar las conversaciones incómodas es como acumular deuda emocional: tarde o temprano, los intereses nos aplastan. Se genera un desgaste lento, una especie de filtración invisible que termina por agrietar los cimientos de cualquier relación. Cuando finalmente estalla, lo hace con una fuerza devastadora.
La famosa académica y conferencista Brené Brown, en su libro Daring Greatly, explica que la vulnerabilidad es la clave para relaciones significativas. No se trata de exponerse sin reservas, sino de permitirnos ser vistos, incluso cuando tememos el juicio del otro.
Según Brown, evitar las conversaciones incómodas también está relacionado con nuestra cultura del perfeccionismo, en la que creemos que el conflicto es una señal de fallo en vez de una oportunidad de crecimiento. Y allí hemos fallado muchos.
Pero la verdad es que la vulnerabilidad no es debilidad, sino todo lo contrario: es fortaleza. Es reconocer que no siempre tenemos la razón, que nuestras emociones y pensamientos pueden cambiar y que permitirnos ser humanos es el primer paso para construir relaciones reales.
Por otro lado, el filósofo Martin Buber hablaba del concepto del “Yo-Tú”, en el que las relaciones auténticas solo pueden existir si nos encontramos genuinamente con el otro.
Si nos limitamos a relaciones utilitarias, circunstanciales, instrumentales o evitamos las dificultades, caemos en lo que él llamaba el “Yo-Ello”, una conexión superficial basada en lo que obtenemos de la otra persona, en lugar de una relación de mutuo reconocimiento, como lo mencioné brevemente en una columna anterior.
Buber defendía que toda relación genuina implica apertura y compromiso. No podemos construir lazos profundos si nos mantenemos en una posición de defensiva permanente. Si realmente deseamos conectar con el otro, debemos permitirnos la incomodidad de estas conversaciones y recordar que la incomodidad es un indicativo de crecimiento, no de fracaso.
Lo paradójico es que, cuando finalmente nos atrevemos a tener esas conversaciones, lo que sentimos después suele ser un alivio inmenso. Es como si una carga invisible se hubiera disipado, como si un nudo en el pecho por fin se aflojara.
Es curioso cómo el miedo a una conversación incómoda es mucho mayor que la conversación misma. Pasamos días, incluso semanas, imaginando todos los escenarios posibles, todos los argumentos que podríamos decir, todas las formas en que podría salir mal.
Nos convencemos de que será insoportable, que quizás es mejor dejarlo así. Pero cuando finalmente nos atrevemos a hablar, nos damos cuenta de que el peso real estaba en la anticipación.
La conversación en sí es intensa, sí, pero nunca tan dolorosa como el silencio prolongado y lleno de conjeturas. Eso es muerte en vida. Es permitir que la angustia nos consuma lentamente sin darnos el derecho de ser escuchados.
Las emociones no desaparecen solo porque decidimos ignorarlas o no gestionarlas. Lo que callamos se queda en nosotros de otras maneras: en la ansiedad, en la tensión muscular, en el insomnio, en el malestar difuso que no sabemos de dónde viene.
Guardarse las palabras es, en cierto sentido, autoenvenenarse poco a poco. Brené Brown lo llama “armarse contra la vulnerabilidad”: creamos murallas emocionales creyendo que nos protegen, cuando en realidad nos aíslan y nos enferman, además no hay nada que desaliente más en el contacto humano que chocar contra enormes murallas y muros altos que evitan todo encuentro desde la vulnerabilidad, la autenticidad y la intimidad.
Muchas veces, el miedo a la vulnerabilidad no se expresa solo en las grandes conversaciones difíciles, sino en los pequeños detalles cotidianos: evitar decir “me dolió esto que hiciste”, no reconocer que necesitamos ayuda, no expresar gratitud por miedo a que nos vean demasiado emocionales. Es el mensaje que nunca enviamos, la disculpa que dejamos pendiente, el abrazo que quisimos dar, pero reprimimos por orgullo.
Las conversaciones incómodas no siempre son sobre conflictos, también son sobre expresar amor, perdón y reconocimiento.
Hay conversaciones que, tras ser dichas, nos dejan en silencio, con un llanto contenido o con un suspiro largo. No porque hayan sido fáciles, sino porque al fin nos dimos el permiso de ser honestos, de nombrar lo que dolía, de decir lo que debía ser dicho.
Es en ese punto en el que comprendemos que las conversaciones incómodas no son sobre vencer o ser vencidos. Son sobre encontrar la verdad en la intersección del diálogo, sobre permitirnos aprender y crecer en conjunto.
Las mejores relaciones —sean de amistad, de pareja o familiares— no son aquellas donde nunca hay desacuerdos, sino aquellas donde los desacuerdos pueden abordarse sin miedo a que el vínculo se rompa. ¡Pilas aquí!
Si cada conversación difícil nos hace dudar de si la otra persona seguirá ahí, quizás no estamos en una relación real, sino en un acuerdo frágil basado en la complacencia. Hablar con sinceridad es una prueba: si el lazo es fuerte, resistirá. Si no, era cuestión de tiempo que se rompiera.
No siempre terminaremos con una solución clara o con todas las respuestas, pero el simple hecho de abrirnos al otro cambia las reglas del juego.
Eso sí, una de las razones por las que evitamos las conversaciones incómodas es porque nos obligan a enfrentarnos a la posibilidad del cambio.
A veces, la incomodidad no está en lo que se dice, sino en lo que podría cambiar después. ¿Y si la relación ya no es la misma? ¿Y si nos damos cuenta de que necesitamos tomar caminos distintos? Esto nos obliga a replantearnos nuestras dinámicas y, en ocasiones, a soltar y eso sucede después de conversar y tener claridades.
También, no todas las conversaciones incómodas deben resolverse en una sola instancia. Hay momentos en los que lo más valioso es saber hacer pausas, escuchar y volver después. La urgencia de querer solucionar todo en el momento a veces nos lleva a reaccionar en lugar de responder con consciencia.
Aprender a dejar espacio para procesar lo que el otro dice es tan importante como hablar.
Dialogar con honestidad, con amor, con claridad, es un acto de valentía. No solo porque nos exponemos, sino porque estamos dispuestos a hacer el trabajo interno de confrontarnos a nosotros mismos en el proceso.
Y en esa valentía también hay ternura. Se trata de confrontar, sí, pero también de sostener al otro en el diálogo, de hacer espacio para que ambas personas se sientan seguras dentro de la incomodidad. Las conversaciones incómodas deben estar sustentadas en amor y cariño y así deben realizarse. No deben ser espacios de sometimiento, sino de comprensión y escucha activa y abierta.
Las conversaciones incómodas no solo nos dicen si un vínculo es fuerte o débil; nos enseñan a amar mejor. Nos enseñan a escuchar, a entender sin prisa, a quedarnos cuando es necesario y a soltar cuando toca.
Porque si bien las palabras pueden doler, el silencio prolongado es lo que realmente nos mata poco a poco. Hablemos. Aprendamos. Crezcamos.
Así que benditas sean las conversaciones incómodas. Benditas sean porque nos confrontan, porque nos sacuden, porque nos obligan a mirarnos en el reflejo de los otros sin filtros.
Porque, al final, son ellas las que determinan si lo que compartimos es realmente nuestro o solo una frágil coincidencia.