Algunos golpes de Estado, así persigan algo tan serio como definir el poder, han ido de la mano de circunstancias estrambóticas. Quizás porque se ejecutan en contra de la ley, con un libreto elástico, en el que el azar juega un papel importante y en el cual sus actores van de la mano con lo informal y con imprevisibles circunstancias. La historia política de Bolivia es un muestrario singular de lo anterior, país éste en el que se dio un golpe de Estado en 1930, cuando no había gobierno para derrocar, golpe dirigido contra un ex -o sea contra un expresidente-, algo retirado del cargo, en el cual nadie sabía mayor cosa y tampoco en qué situaciones y personajes se derivaría.
Hernando Siles Reyes fue elegido presidente de Bolivia en 1926, y ejerció como tal desde el 10 de enero de ese año. La Constitución determinaba que su período terminaba el  10 de enero de 1930. Sin embargo, sólo “renunció” el 2 de mayo, tres meses y medio después de la conclusión legal de su mandato; y en esa fecha se retiró a su residencia, como ex. Había dado un golpe de Estado, silencioso y sin que se notara, por esos tres meses. Raras fechas. Después de ese día y por un tiempo no hubo presidente. Nada de elecciones. Se trataba de un retiro envenenado, pues Siles había fraguado un plan para garantizar su continuidad en el poder mediante la convocatoria de una Asamblea Constituyente.
Fue un intento del siguiente golpe de Estado, aunque “constituyente”. Impopular su gobierno por enfrentamientos con los  mineros, por una masacre en Potosí y por las reiteradas sublevaciones indígenas, sofocadas a la fuerza. Mas sin embargo, Siles esperaba contar con el apoyo de los militares para lograr su empeño continuista. Cierto solo a medias, pues unos militares lo apoyaban, al paso que otros no. Para su mal, no contaba con el factor estudiantil. Estos, el 4 de junio, conmemoración de Sucre, se congregaron en su contra masivamente en la plaza Murillo. Le repitieron esas manifestaciones, pero nada se obtenía, hasta que se dio lo que los cínicos llaman un “muerto táctico”. Un carabinero disparó a la multitud y mató al estudiante Eduardo Román. Pasearon el cadáver, con las multitudes siguiéndolo; apedrearon al Palacio de gobierno; nuevos disparos de la policía y más “muertos tácticos”. Más felicidad  para los conjurados.
Noticiados algunos ministros –ministros en funciones ellos de un presidente ya sin funciones-, noticiados de que los cadetes del Colegio Militar se tomarían la sede del gobierno, se dirigieron hacia allí, detuvieron a los 10 dirigentes, y luego de descabezar ese cuerpo lo creyeron neutralizado. Pero no contaban con el azar, la fortuna, el hado o el caprichoso destino, y no detuvieron al cadete Cupertino Ríos, quien se encontraba en esos momentos en la enfermería, el cual Cupertino tomó una ametralladora, disparó al aire y convocó a los demás colegas. Invitadas las armas. Comenzaba la fase militar. Silencio, soledad, expectativa en las calles de La Paz. Pero como los altos amigos del expresidente continuista no disponían de dirección ni de moral, se sintieron desamparados, incurrieron en la peor derrota, la sicológica, y comenzaron a desbandarse hacia las legaciones diplomáticas. El mismo expresidente Siles recaló en la del Brasil, sita al frente  de su residencia. Anarquía. El poder como el humo, fue el momento en que ingresaron  a esa  calle, ante  Siles, los revoltosos.
Desde allí Siles pudo apreciar como algunos de sus colaboradores, para apaciguar a la turbamulta, regularizaban el saqueo de su domicilio. Muy pulidos, como simples guías, ellos no se tomaron nada, pero sí organizaron la operación, así: estas dos filas para entrar a llevarse los objetos y estas otras dos, por la parte de atrás, para salir con las pertenencias de Siles Reyes. Terminada la operación, esa misma gente, para rematar, le prendió fuego a la residencia. Remate con gratitud.
Los estudiantes continuaron en la protesta. Fueron a donde se exiliaba Siles, encontraron un tranquilo piano de cola y lo condujeron hasta el frente de la legación brasileña; un improvisado intérprete aporreó las teclas para sacarles movidas chuecas, taquinadas y morenadas; a su compás los jóvenes bailaron un rato al frente de donde se hallaba Siles. Al terminar, al pobre piano le prendieron candela, y cogidos de las manos, mientras ardía, bailaron a su alrededor cantando una candente melodía. Encopetadas señoras aplaudían. No todo fue guasa. Fueron muertos varios funcionarios de Siles. Refieren el caso de Donato Pacheco, quien trató de huir; muerto a tiros colocaron su cuerpo  en un catre y luego lo pasearon en procesión por las calles de La Paz. Un trofeo.
Recordar aquel golpe, cuando ante el vacío de poder un ministro, muy vivo el hombre, salió al balcón, se autodeclaró presidente, lo chiflaron, lo amenazaron y después de unos segundos de “ocupar” el cargo, se debió retirar. Un minigolpe dentro de estos golpes, y en el panteón nacional un nuevo cuasiex. El final fue de libreto. Natural. Una junta militar se hizo cargo de la presidencia. Y se acabó, por ahora,  la fiesta.