Grandes y graves acontecimientos de la historia fueron una competencia entre errores. Parece paradójico y contradictorio, pero no lo es, porque los momentos previos de guerra o revolución son siempre confusos. Casos así: súmense los errores de la parte A; luego los de la contraparte B, y al final compárense, cuál menos, y se verán las razones del triunfador. Todos débiles, como en una carrera en reversa; y el que llega último en sus yerros gana. Sin embargo, se ha dado otra especial circunstancia: la cantidad errática no será decisoria frente a un error fundamental, que definirá al perdedor definitivo.
Contexto, 1917. En Rusia el zar abdicaba. Un gobierno provisional, en medio de la primera guerra mundial, perdiendo frente a Alemania, enfrentaba la posibilidad de la revolución comunista. Esta, caso insólito, fue el resultado de una sucesión de errores de parte y parte. Los bolcheviques intentaron dos golpes de estado y quedaron al borde de la derrota total. Lenin sorprendido, orador balbuciente, con su partido casi desaparece. Kerensky, jefe del gobierno, su contraparte, no explotó esas circunstancias. Al contrario, cuando la población clamaba ponerle fin a la guerra, se inventó la desastrosa ofensiva militar de julio.
Mal preparada, batallones fueron mandados a combatir desarmados. Y “cuando la suerte que es grela” (“Yira”, Santos Discépolo), la buena intención se convierte en una comedia de las equivocaciones. Un batallón de mujeres, se pensó, alentaría a combatir a los varones, pero lo consideraron debilidad; otros se negaron a pelear a su lado. Las deserciones, muchísimas. Orador neto, Kerensky llamó a los desertores “esclavos rebeldes”, buen remoquete para considerar a los demás soldados como “esclavos… no rebeldes”. Otro orador condenó la furia alemana que en Francia destruía los viñedos de champaña. Ajá, respondieron, exponemos nuestras vidas para gozo de los bebedores de licor tan proletario.
Los alemanes organizaron burdeles tras sus líneas, para que allí pernoctaran soldados rusos. Regresados, ¡buena calidad de combatientes! Las deserciones continuaban multiplicándose, y los oficiales que trataban de detenerlas eran ajusticiados por su tropa. Calcularon cuatro mil bajas y fueron cuatrocientas mil. Anarquía. El clamor general era que se pactara la paz. Alemania hacía guiños pero Kerensky los desoyó. Y este fue su error fatal, el supremo, que lo derrotó. Después, en el exilio, Kerensky reconoció: si hubiéramos iniciado conversaciones de paz yo no estaría aquí. ¿Por qué no dialogaron?, preguntaron. Demasiado ingenuos, respondió. O sea, triunfantes en la competencia de los errores, pero perdidos en lo crucial.
Cierto que Lenin fue definitivo, pero sin los desatinos (palabra mejor que simples “yerros”) de Kerensky, la incierta revolución no se hubiera dado. Esta, uno de los más importantes acontecimientos de la historia mundial, producto del error fundamental de Kerensky, un mediano político en el puesto equivocado en momentos trascendentales. Allí pues, si hubiese existido un rival político un poco menos errático, y a Lenin lo hubieran neutralizado.