Aunque el caminar histórico, social y político les permite a las instituciones educativas, sobre todo a las universidades, reconfigurarse de manera autónoma para que preserven el patrimonio científico y cultural de la Nación, lo que sin lugar a dudas es lo que se debe cuidar, y a propósito de eso que pretendemos defender llamado autonomía universitaria, traigo a colación al amigo José Ortega y Gasset cuando decía que la academia depende más del “aire público” que del “aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros”.
Esto implica reconocer que las universidades no pueden evadir las discontinuidades y tensiones propias de los cambios en las sociedades a las que se deben. Y entre estas vicisitudes no cesan los intentos de obligarlas (sobre todo a las públicas) a que se ajusten a lógicas estatales, ideológicas y mercantiles. Por ejemplo, cuando se acercan las designaciones para ver quiénes serán los que cojan las riendas de las mismas, se realizan consultas entre los distintos estamentos: profesores, estudiantes y egresados (¿por qué no están los administrativos, si son parte fundamental de las mismas?). 
Luego sus resultados, -que no son vinculantes-, llegan hasta los consejos superiores. Ante el revuelo, justificado por demás, que se ha venido presentando en la U. Nacional de Colombia, conviene recordar que la composición del Consejo Superior Universitario (CSU) de la “Nacho”, está integrada por ocho representantes con voz y voto (el rector/a no vota),  la ministra de Educación, dos delegados de la presidencia de la República, un delegado del Consejo Nacional de Educación Superior, y los representantes de los exrectores de la Universidad, del Consejo Académico, de los profesores y el de los estudiantes. 
En los departamentos, por ejemplo, figuran además representantes de los gobernadores y del sector productivo. Lo curioso es que hay entre tres y cuatro miembros que no son de las universidades y que toman decisiones fundamentales en sus destinos. Esto lo digo porque cuando se va a designar a quien tendrá las riendas de la institución, casi siempre, algunos miembros ya han hecho sus cábalas para ver quién se “ajusta a los intereses de partidos o de los gobernantes de turno.” Y se repiten en estas universidades los vicios de la politiquería que aún pervive en este país. Pregunta obligada: ¿en dónde queda la mencionada y tan defendida autonomía universitaria? ¿De verdad existe?
No sé cuáles fueron los intereses de algunos miembros del CSU de la Nacho, cuando de manera extraña y cambiando las reglas de juego en los últimos minutos, terminaron votando por el profesor Ismael Peña para que se convirtiera en el rector. Y éste, de manera más extraña aún, ante la negativa de la ministra de firmar la resolución que lo reconociera como tal, se fue para una notaría dizque a “posesionarse.” Curioso este procedimiento, a todas luces ilegítimo e ilegal. Los notarios son sólo eso, fedatarios: dan fe de que el profesor Peña fue con testigos y con cédulas en mano, a dar una declaración de que él era el “rector”. Se les “olvidó” que ellos no pueden posesionar a ningún rector. Con este acto, y con la reiterada insistencia de algunos exrectores, del representante profesoral y de la representante del Académico, insisto en que fueron ellos quienes violaron la autonomía universitaria, no respetaron ni los estatutos ni los reglamentos de la Nacho. Ningún sector de afuera transgredió sus límites. Le aprendí a un querido amigo, exrector de una prestigiosa universidad de esta ciudad, que “las instituciones se acaban por dentro.” Cada vez creo más en esto.