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“Colombia es un país donde la aporofobia es un problema real”. Esto dijo en una entrevista el relator especial de la ONU sobre la extrema pobreza y los derechos humanos, Oliver de Scuhtter. El funcionario visitó 10 días el país y concluyó que difícilmente en otras naciones esté tan institucionalizada la segregación social y esto, explica, en parte porque los gobiernos no han trabajado para erradicar este sistema, sino que lo ratifican con programas sociales amparados en estratificaciones.
La filósofa española Adela Cortina propuso el término aporofobia justamente para ponerle nombre a un problema mundial. Ella advirtió que no molestan los migrantes en un país cuando vienen con dinero, como los turistas. Lo que molesta es el extranjero pobre, igual que el connacional sin recursos. Lo triste es que esto ocurra en países que se dicen democráticos e incluyentes, donde no tienen por qué existir castas, pero que las hay, las hay y las mantenemos.
Debemos decir con claridad, que si bien es mucho lo que se puede hacer desde las instituciones para fomentar entre los colombianos una forma de reducir la incidencia de este fenómeno tan poco cívico, el problema está incrustado estructuralmente en nuestras formas de concebir las relaciones sociales y, sin darnos por enterados, replicamos modelos aporófobos. Es responsabilidad de cada uno hacer conciencia y tomar acción para moverse de allí.
Las declaraciones del relator de las Naciones Unidas no tuvieron mucho eco, pues las cosas que nos incomodan preferimos evadirlas o negarlas, no tratarlas ni mirarlas y es una lástima porque es una conversación que nos debemos, una oportunidad para que en familia, en la escuela, en el trabajo, en el vecindario, en todos los espacios posibles, busquemos caminos de solución para esta inconsciencia colectiva que perpetúa la discriminación, la marginalidad, la exclusión, y nos hace a todos, parte del problema. El modelo de estratos del uno al seis en su momento fue razonable y funcional, pero hoy está profundizando y eternizando un sistema de segregación de graves consecuencias.
Nos cuesta como individuos y como humanidad, reconocer que todos somos iguales, que todos nos debemos respeto, que ni la cantidad de bienes, ni los estudios, ni viajes acumulados, ni posiciones ocupadas, nada hace a una persona, más que a otra. Minusvalorar al pobre no solo es pretencioso, chocante y clasista; es una expresión del egoísmo, miopía e insensibilidad instalados en la sociedad durante el siglo pasado y deriva de la incapacidad para comprender que en la actualidad, el éxito de la mayoría de las cosas en la vida depende de la participación de grandes mayorías y que juntos, debemos trabajar para eliminar las desigualdades y encontrar la justicia.
La más de las veces, la pobreza es una condición involuntaria, nadie escoge estar en ella. Muchas personas nacen en entornos que hacen casi imposible salir de ellos y la tarea de los estados es lograrlo creando oportunidades educativas, laborales, invirtiendo en servicios públicos y en atención primaria. “Educar para nuestro tiempo exige formar ciudadanos compasivos, capaces de asumir la perspectiva de los que sufren, pero sobre todo de comprometerse con ellos”, es el llamado de la propia Adela Cortina en su libro Aporofobia. En ese sentido cobra vigencia la compasión.

Las cifras en Colombia muestran que es posible salir de la trampa de la pobreza, pero debería lograrse de manera más decidida. La pobreza monetaria disminuyó en el país del 36,6 % de la población en 2020 al 33% en 2023, y la pobreza extrema se redujo del 13,8 % al 11,4 %. En Caldas al 2023 se redujo al 7,4, la mitad del 2019. Pero hay que trabajar con más ahínco, y se empieza por entender que todos somos colombianos y debemos tratarnos con equidad.