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A dos debates en Cámara de ser aprobada quedó la modificación al Sistema General de Participaciones, que define cómo se transferirán recursos desde el Gobierno central a las regiones, tanto municipales como departamentales. Este ha sido un anhelo desde que se aprobó la Constitución en 1991. La tecnocracia colombiana ha sido reacia a entregar más recursos a los entes territoriales porque tiene la falsa creencia de que solo en las regiones se comete corrupción. Falta echar una mirada a Centros Poblados, a Odebrecht, a la UNGRD, o al carrusel de la contratación de Bogotá para entender que la corrupción es un asunto estructural del país, no solo regional.
No tiene sentido que se aumenten las transferencias a los entes territoriales si esto no se acompaña de decisiones que obliguen a restringir la burocracia innecesaria o que les carguen más responsabilidades a los municipios sin generarles capacidades para cumplir tales objetivos. Desde que el Gobierno de Belisario Betancur, con Jaime Castro como ministro de Gobierno, se propuso un proceso de descentralización ha corrido mucha agua bajo el puente, hasta tener una Constitución que se proclamó descentralizadora, pero que en la práctica mantuvo un recio manejo de los recursos desde el poder central.
Hay que entender que de nada sirve tener más recursos si no están claras las fuentes de ingreso para permitirse ciertas inversiones, o sin un fondo técnico para la toma de decisiones, o sin objetivos para gobernar en función de los más necesitados y para crear desarrollo y riqueza para todos. Porque si se continúa haciendo de los esquemas de Ordenamiento Territorial y de los planes de Desarrollo instrumentos apenas para cumplir con las normas y llenar los anaqueles de las secretarías de Planeación, no hay manera de que los recursos trasciendan a una mejor calidad de vida para todos, propósito que jamás puede abandonar un gobernante.
No basta con entregar más dinero a los entes territoriales. Esto implica que el país se involucre en conversaciones que ha aplazado por años, como la función de las gobernaciones, que encarecen todo con su proceso intermediador; deberían ser entes de apoyo técnico para procesos de integración regional, para brindar instrumentos a los municipios y para pensar la seguridad regional. Otras funciones las hacen mejor los municipios.
‘También debería pensarse en no insistir en mantener las contralorías, que poco o nada aportan a las regiones y son onerosas. Por qué no revisar si puede haber un modelo menos costoso para la administración, con municipios pequeños y bajas capacidades. Además, se debe exigir a los municipios modernizar sus estructuras fiscales. Tenemos dos ejemplos claros en Caldas, en Palestina y en Villamaría, de cómo se desperdicia la posibilidad de que se tribute mejor.


Cuando se eluden las decisiones de fondo por poco populares, pero técnicamente necesarias, se está gobernando mal. Por esto, el Gobierno nacional no puede dejar de ejercer su control de tutela sobre los territorios, a través de Planeación Nacional y del Ministerio de Hacienda. Para que los recursos que entregue sean también suficientemente vigilados buscando siempre que el país no termine con más elefantes blancos, inversiones inocuas o sobregirado. Ese es el reto. Los políticos tienen la palabra.