La violencia y el control territorial de los grupos armados que defienden economías ilícitas y que para el efecto deben amedrentar, desplazar y confinar a las comunidades rurales, es una tragedia nacional. La propuesta de paz total del Gobierno ha sido bien intencionada, pero torpemente impulsada y objeto de burla de dichos grupos armados, de allí los precarios resultados al cabo de más de dos años de insistir en mesas de diálogo que se han caracterizado por la falta de estructura, la poca confianza de las partes y la falta de emoción o de entusiasmo que se observa en las mesas y que necesariamente terminan proyectando.
Ante tal panorama, parece que estamos asistiendo a un cambio de estrategia del Gobierno, basculando desde las formas del diálogo hasta las formas de la guerra. Retomar el control del Cañón del Micay y asestar golpes del Ejército en Putumayo, Valle, Norte de Santander y otras regiones hacen parte de los nuevos objetivos de política. Ojalá no haya mucho cálculo político detrás de estas decisiones, aunque es fácil pensarlo así pues es claro que la guerra y la paz volverán a ser ejes del debate político de cara a las presidenciales del 2026. Y parece una decisión política, pues vuelve y juega el objetivo que se ve claro, pero la estrategia, además de incompleta, termina desnudando debilidades estructurales, ya no del Gobierno, sino del país.
Y es que en el contexto del proceso de diálogo con las Farc y después de la firma en 2016 del Acuerdo de Paz con esta guerrilla, al país le quedó claro que la mejor estrategia de paz se llama desarrollo territorial incluyente y participativo, pues al contrario, la marginalidad y los atrasos de los territorios son la excusa y el caldo de cultivo para el surgimiento de los grupos armados.
Por eso, cuesta comprender que ocho años después de la firma del Acuerdo con las Farc, al Gobierno le corresponda entrar con el apoyo efectivo del Ejército a una zona estratégica para los narcotraficantes, a preguntarles a las comunidades acerca de sus necesidades para formular una hoja de ruta que deberá ser aplicada con los ineficientes mecanismos de la administración pública. Es decir, todo mal y con pocas opciones para hacerlo mejor.
Una estrategia de actuación más integral debería incluir la declaratoria de emergencia social para poder llegar con las soluciones mucho más rápidamente, pero ya sabemos las dificultades, sobre todo de este Gobierno, para concretar este tipo de regímenes especiales. En este contexto, creemos que le sentaría demasiado bien al Gobierno nacional y al país entero que nos enteraran de los demás componentes de la estrategia, del tiempo que permanecerá el Ejercito por ejemplo, en El Plateado, de las nuevas condiciones de vida que se pretenden establecer en el territorio, del papel que se espera de los departamentos y los municipios, de la posibilidad de convocar a la comunidad internacional; en fin, de todas las transformaciones sociales y económicas que pretenden ser impulsadas en territorios en conflicto. Esta nueva estrategia debe ser integral, de largo plazo y seria.