Desperté con la noticia de la muerte de un maestro. Enrique Quintero Valencia. Como es de esperarse, en el duelo se mezclan la tristeza y el recuerdo. Nadie está nunca listo para hacer un elogio fúnebre, al menos no cuando el sentimiento es genuino.
Recuerdo las tardes de mi infancia académica, rodeado de amigos, en su biblioteca. En la primera alba después de su muerte recuerdo su humor: mordaz, sutil, ingenioso y a veces imperceptible. Recuerdo su mirada hacia el vacío, el olor de su pipa, su apertura al mundo. Aún hoy conservo su lección sobre el marxismo en el aula y el consejo que me diera fuera de ella: «Estudie Derecho y después puede estudiar cualquier cosa útil». No sé si he seguido a cabalidad su consejo. Aún hoy no sé cuánto de su vida es leyenda, pero parte de su mito me consta y por eso lo dejo por escrito.
Su biblioteca estuvo siempre abierta, como un hogar de paso para libros y personas, morada cálida donde se vivía entre lenguas, músicas y literaturas, incluso aquella tierra estéril del derecho que él supo sublimar en narración.
Recuerdo sus cuentos, sus ensayos y sus inventivas. Su destreza como artífice de las palabras estuvo siempre al servicio de su humor, y probablemente nunca olvide todo el espectro de sus escritos: desde la palabra desfigurada hasta de cómo el fraude es bueno si es mío y es malo si es tuyo; desde no veré mi cadáver hasta la defensa que hiciera de su perro Basset-hound en instancias judiciales, apelando a su status de cónsul alemán honorario.
Han pasado ya años desde la última vez que nos vimos. Ni él ni yo sabíamos que sería la última vez, pero yo espero que él supiera de mi admiración y mi agradecimiento. Hoy ya no está y sin embargo permanece.
El único remedio conocido ante la muerte es el recuerdo y de seguro lo recordaré hasta el día en que yo muera. Magro homenaje frente a los frutos de sus lecciones que hoy procuro replicar. Lo recuerdo en su autenticidad, riendo y haciendo reír, en su ineludible presencia y en su cándida acogida, virtudes todas que compartía con otros genios.
Hay un lugar amplio en el corazón para los maestros. Allí, entre libros, en el mío y en el de muchos, estará siempre su morada. No puedo además no pensar en su esposa, doña Martha. Madre siempre, madre de tantos, compañera insustituible y vida de su vida, a quien abrazo en su dolor desde la distancia. A una vida y a una voz que no se extinguen, memoria eterna y paz en su tumba.
Sebastián Rodríguez Cárdenas. París, 4 de septiembre de 2023