En Bucaramanga cambiaron el nombre del estadio, cesando una lambonería política con Alfonso López, no retribuida durante casi ochenta años. Ahora es José Américo Montanini, por el argentino que desde hace 57 años es el ídolo inamovible y goleador histórico del equipo local. Lo apodaron La Bordadora, porque atravesaba la cancha con el balón pegado a sus pies, eludiendo rivales. (Para que algunos colegas manizaleños sepan que el fútbol es anterior a Dayro Moreno).
El amigo de infancia Luis Ignacio Correa, hoy reputado fisiatra, me escribió: “¿Se acuerda de La Montanini? ¡Qué picaos nos jugamos en esa cancha!”. Me devolvió al Campohermoso de los años 60. Lo que es la nostalgia: transformó en cancha ese peladerito minúsculo donde pateábamos balones, tragábamos polvo o escupíamos barro, según dictamen del clima, y soportábamos estoicamente un ‘bullying’ que hoy llevaría a la tumba a una docena de muchachitos. ¡Qué optimismo! No sólo el de Luis Ignacio…
El campo resultó de los movimientos de tierras hechos para abrir la carrera 11 y la calle 18, y la construcción de viviendas en esa pendiente. Quedaba en una hondonada, a la cual se descendía por un caminito pegado a la pared de la casa de don Simón Díaz, reputado, respetado y temido maestro del Instituto Universitario. Algunos hijos suyos también protagonizaron allí gestas futboleras jamás reseñadas por la prensa.
En un comienzo pudo ser algo así como la montañita, con minúscula, como referencia y no como topónimo, porque entre las iglesias de Chipre y el presbiterio de la de Jesús Nazareno, Manizales terminaba en la carrera 11. Más hacia el norte sólo había montañas, entre las cuales se levantaba solitario el Colegio del Sagrado Corazón, hoy Universidad de Manizales, donde unas monjas que parecían adiestradas en Auschwitz, custodiaban a las niñas más lindas de la ciudad. Y como en ese tiempo el argentino bordaba exquisiteces futbolísticas en los estadios colombianos, la admiración infantil jugó con la palabra y fue pasando la alusión al nombre. Así debió surgir La Montanini.
Los partidos se jugaban a seis o a doce goles. Las porterías eran piedras o prendas de vestir. (Eran de ver las discusiones cuando se -o las- corrían). El saque inicial se sorteaba con el infalible método “pico-monto”, que consistía en avanzar poniendo la punta de un zapato (rara vez guayo) detrás del talón del otro, acercándose al rival que hacía lo mismo. Escogía quien tenía la fortuna de pisar el del contrario. El equipo al que anotaban el primer gol se quitaba la camisa y quedaba con la piel por uniforme. Sólo el dueño del balón tenía garantizada su presencia en la cancha, sin importar si era un tronco. Muchos partidos terminaban antes, cuando lo llamaban de la casa.
Un día cualquiera explanaron la montaña. Había comenzado la apertura de la avenida a Villa Pilar, que tampoco existía. Pero no tocaron las cuevas del Ángel y del Diablo, donde creíamos que vivía la Loca Anatolia, -¿alter ego de la Madre Anatolia?- y, suponíamos, se escondía el sobandero Angelillo, recientemente fallecido, a hacer quién sabe qué cosas. Las gruticas sobreviven en las nostalgias de Humberto de la Calle.
Más pequeña y hundida, ‘La Montanini’ siguió siendo epicentro de las ‘hazañas’ futboleras barriales. A veces iban a jugar barras de Santana y La Palma, jamás los odiados de Chipre. Cuando hubo avenida y edificios ya casi no quedaban antiguos vecinos y esta pequeña historia cayó en el olvido. La revivió el cambio de nombre al estadio de Bucaramanga. Hay que recordarla, porque en Campohermoso se anticiparon 60 años a la Asamblea de Santander.