Una imagen es tanto un texto como un texto es una imagen. ¿Pero cuáles son sus posibilidades al ser el reflejo del otro? Las últimas adaptaciones a lenguajes audiovisuales de grandes obras de la literatura latinoamericana dejan una que otra pregunta: ¿cómo pueden las películas o las series adaptar algo de las novelas que nos han cambiado la vida?

Pienso entonces en la relación tan obvia pero tan difícil entre forma y contenido.

Una estructura que no concuerde con aquello que enuncia se siente hueca, como impostada. En la novela Cien años de soledad la estructura delirante da cuenta de un mundo que nace y muere dentro de su obra al mismo tiempo (Vargas Llosa la llamó “novela caníbal” y “novela total” en su Historia de un deicidio). En la novela de Pedro Páramo, por su parte, la estructura laberíntica hace que el lector se engañe como se engaña Juan Preciado entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos.

Ahora Pedro páramo y Cien años de soledad pueden verse en pantalla (siempre y cuando se tenga una pantalla y siempre y cuando haya una cuenta de Netflix; sigue siendo menos complicado abrir un libro). Por un lado, en la película Pedro Páramo la forma se corresponde con el contenido: los colores fríos del presente muerto contrastan con los colores cálidos del pasado vivo. Restos de la lectura de la novela -ese hálito depresivo, esa depresión tan incesante- se quedan en uno.

Con Cien años de soledad no sucede lo mismo (por lo menos en los tres primeros episodios que hasta ahora veo, dirigidos por Alex García López): la estructura sigue la línea cronológica de los acontecimientos desde José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán (con excepción de algunos juegos de tiempos). Deja de sentirse lo que tantos han llamado como una especie de torrente bíblico en que la realidad se sacude solo por la cadencia de las frases. A veces las escenas o los diálogos en la serie pierden verosimilitud que en la novela la otorga la música extraña de las palabras.

Aunque, gústenos o no, ambas adaptaciones renovarán estos mitos latinoamericanos. Muchos lectores que no han leído -ni leerán- las obras también se enterarán de por qué de muchas maneras la una como la otra aún nos siguen nombrando, aún nos siguen cambiando la vida. Habrá que ver lo que surge de todo esto y para qué se proyectan películas y series de obras maestras, como no sea para llenar aeropuertos y estaciones de buses y de metros con publicidades de Netflix.

¿Veremos, sin embargo, que Macondo se volverá cada vez más McCondo? ¿Pronto construirán un parque temático en las instalaciones donde se filma la serie -a lo Universal o Disney-? ¿Y allí habrá atracciones de Mauricio Babilonia y se venderán los pescaditos de oro y las mariposas amarillas en dólares? ¿Y los libros de Cien años de soledad solo serán una decoración y quedarán condenados al olvido en su propia creación como la culebra que se come la cola?

Solo me resta decir que la última columna del año se la dedico al lector que en su fuero interno impedirá que Macondo se convierta en otro triste Encanto.

Julián Bernal