Nuestra relación con la historia puede estar tejida con equivocadas interpretaciones. Greg Dening, historiador australiano, con certero humor anotó que es un error considerar que los personajes del pasado son iguales a nosotros, salvo que se visten en forma rara. En unas cosas nos diferenciamos pero en otras nos parecemos. Así se trate de pueblos distantes en tiempo y geografía.
Los griegos llamaron bárbaros a quienes hablaban una lengua distinta a la suya. Distintos e inferiores. Nosotros, parecido. Como en el caso de Gengis Kan, de Mongolia, país ignoto y remoto entre Rusia y China, quien en el siglo XIII (falleció el 1227) de huérfano perseguido en los montes pasó a conquistar el imperio contiguo más grande de la historia: 33 millones de kilómetros cuadrados, una cuarta parte del territorio conocido, 110 millones de habitantes, una cuarta parte de la población mundial. Abarcó China, Persia y partes de India y Europa. (En eso parecido a todos los imperios, parecido a Donald Trump, aunque este vestido en forma diferente).
Así, desde un territorio anarquizado en clanes, atrasado y remoto, hace 800 años ese analfabeto Gengis Kan fue un bárbaro, pero feminista.
Para conquistar el mundo destruía ciudades y mataba a todos sus habitantes, como Samarcanda, Bujaran y Urgench. Cuando tenía 14 años mató a su hermano mayor, porque le disputaba el liderazgo. Se propuso acabar con el imperio Corasmio, en Persia, y lo logró. A uno de sus gobernadores, Inalchug, él mismo lo ejecutó vertiéndole plata derretida en los ojos y en los oídos; o sea que lo despachó muy rico al otro mundo. Causó la muerte de 60 millones de personas, un 10% de la población mundial.
Pero feminista. Cuando por intrigas encarceló a su hermano y lo iba a ejecutar, se presentó su madre. Se abrió el pecho, le dijo que allí se habían alimentado los dos y que cometería una injusticia. Recapacitó. Lo liberó. Y con reflexión de sometimiento concluyó: siempre es bueno tener quien nos amoneste en nuestros errores. Los historiadores después lo llamaron “un bárbaro sencillo”.
Nómadas, la mejor tienda era para la primera esposa. A ella le entregaban las dádivas recibidas. Montaban ellas los caballos a horcajadas, peleaban al lado de los hombres y doncellas dirigían las riendas de los primeros carros. Tantos, que un franciscano que anduvo por allí se deslumbró: “he visto ciudades ambulantes”. Ese mismo fraile anotó: “Las mujeres casadas hacen que los hombres fabriquen para ellas los carros más hermosos”. Poetizaban y llamaban al sol y a la luna “Caminantes del Cielo”, y aseguraban que a esta, mujer, no se la podía mirar por mucho tiempo porque terminaba enamorando a su observador.
A Bortie, la primera esposa de Gengis Kan, la raptaron. Liberada meses después traía un bebé. El analfabeto Gengis aceptó el hijo como suyo. (Cualquier europeo “civilizado” de esos tiempos la hubiera repudiado). Y es que ella lo salvó de varias conspiraciones, le hizo comprender muchos de sus errores, y lo reconvenía cuando su vanidad se elevaba sobre su poderío.
Dos mujeres que me recuerdan un letrero en algún bar de Nueva York: primero creó Dios al hombre, pero de inmediato, para atenuar ese error, la creó a ella.