Bienaventurado quien, a diferencia de Edipo y del hijo de Pedro Páramo, no tiene que indagar entre las brumas de su vida por su padre, sino que lo lleva como faro de orientación y aliento en su jornada.
A diferencia de aquellos dos, no con rencor sino con gratitud que sana e ilumina. Y en el alma una impronta sagrada.
Cierto que en muchos otros casos será justo predicar maternidad y destino, pero en el caso de los Kennedy y su saga, tan significativa, existe paternidad y destino.
Fueron tres hijos, los de vocación, esfuerzo y tragedia. Joseph, el mayor, todo apuntaba a que sería presidente. Segunda guerra mundial, al concluir su curso, junto con otros compañeros, su padre, Joseph, como embajador en Inglaterra, con lágrimas le puso en la solapa las dos alas de piloto naval.
Tiempo después se convertirían en las alas de la muerte. Ese hijo, con más de veinticinco salidas en contra de Alemania, podía pedir el retiro. No lo hizo y tampoco aceptó ser agregado naval. Se ofreció voluntario en peligrosa misión y no volvió a saberse nada de él.
John tomó la bandera, también héroe en el combate naval, de holgazán se convirtió en mártir de sus enfermedades y de la disciplina; y fue presidente y asesinado.
Robert, el más sensible y comprometido con las causas sociales, apuntaba bien a la presidencia; y fue asesinado.
No es común que una familia dé tres hijos con madera de presidentes, y de los Estados Unidos. Eso lo construyó el padre, uno de los hombres más ricos de su época, que fue señalado de prácticas que rayaban en lo ilegal.
Sigo el consejo de Santo Tomás y trató de analizar su tema atendiendo lo mejor del mismo.
Les inculcó el sueño de vencer, siempre: el segundo puesto es una derrota. Esfuerzo que pasa a autoestima y justifica la devoción a una causa. Fuerza de amor, imagen de un destino, emblema de la responsabilidad ante su país. El sentido de misión, entender la vida como una obligación pública, con la mejor educación como instrumento.
Seguimiento a distancia y con el don del consejo. Exigente, y mucho, pero por lo que dijeron de él sus hijos, por las praderas de su recuerdo agradecido pasó su figura. Su mayor desasosiego sería fallarle a su padre.
En la historia dos casos parecidos. Solo parecidos. Alejandro Magno. Su padre, Filipo, le legó la organización militar y política, y le puso como preceptor nada menos que a Aristóteles. Mal terminaron.
Y William Pitt, “el viejo”, primer ministro inglés, que a los 9 años ponía a su hijo sobre una mesa a pronunciar discursos políticos; y que fue Pitt “el joven”, primer ministro a los 24 años.
Trágicos fueron los Kennedy, porque la gran belleza épica lo exige. Y es ejemplar, porque nos indica que, no obstante las injusticias del destino, hay que luchar.
Fueron, con su idealismo y por sobre ciertas críticas, una fuerza moral en lo político. La fatalidad los persiguió, pero a sabiendas no claudicaron; y eso ante la figura de su padre.