Existen personalidades que pasan un tanto desapercibidas en el medio donde viven. Pocas personas alcanzan a observarlas y a conocer de sus cualidades. Individuos de un caminar sosegado, de pocas amistades, lectores embelesados y conversadores con lustre intelectual, de escasas tertulias. Si, además, se es músico con ejercicio del canto y la ejecución de instrumento, la vida se vuelve más llevadera, con la compañía infaltable de los grandes compositores de todos los tiempos.
Aludo de cierta manera a una regia personalidad de Manizales, de serenidad de arcángel y porte de exquisita entonación como un paseante del mundo, en la geografía y en la cultura. Me refiero a Germán Zuluaga-Uribe, a quien no muchos disponen en cercanía, aparte de los que fueron sus alumnos en la Universidad de Caldas. Formado en lenguas, en letras, en filosofía, en música, con estudios de ciencia básica en matemáticas y física, además de teología. Ejecutante con partitura del armonio como corista, y con voz entonada en agrupaciones corales. Dominio del latín, del griego, del inglés, del francés, del italiano. Se trata de un humanista de estirpe clásica. 
La Universidad de Caldas publicó en 1993 su libro “Hojas de Otoño – Poemas”, con creaciones personales y versiones de los idiomas de su conocimiento. Su poesía es armoniosa en técnicas clásicas, en figuras naturales, con el contraste de sentimientos tan propios de los humanos. 
Dispone de sonetos de configuración matemática y delicadas figuras en la descripción de recuerdos, del paisaje, hasta de dolencias del alma. Canta a la naturaleza y a la dignidad de sus manifestaciones, en la alta montaña, al arcoíris, a las aves canoras de la madrugada, a los hijos, a la amada lejana, a las nostalgias y las pesadumbres. A Manizales con su Catedral la aprecia en versos extasiados. Mira la luz agonizante en el crepúsculo sobrecogedor, en un día lluvioso, con neblinas que a su paso semejan un lento transcurrir de las horas, con el recuerdo de alguna ilusión perdida. 
En su mirada a la vida en la historia del mundo, refrenda su interés preponderante en los ejemplos del filósofo, el santo y el artista. La nostalgia y la tristeza no dejan de asomar en sus versos, por las ansias de otros días de una mirada tierna, convertida luego en mirada fría. La sensación del otoño le recuerda como las hojas de los árboles agradecidos caen al suelo, a la manera de la congoja, al igual los sufrimientos y los disfrutes en el cumplimiento del sino ineludible. Asume pagar con amor el maltrato y el dolor. El paisaje lo anima a reconfortar la esperanza, la ilusión y la paz, no perdidas, en especie de asomo de un arcoíris, de frágil caleidoscopio.
Eran frecuentes sus tertulias con el maestro Efraim Osorio-López, el gramático de cabecera, para escudriñar columnas de los periódicos en busca de errores, y para aclimatar las contribuciones semanales de Don Efraim en La Patria. También para la solución de crucigramas. Dos personalidades del saber, patrimonio nuestro. Y no los hemos vuelto a ver reunidos en un cafecito de la Avenida Santander, desde la pandemia. Los dioses del Olimpo los amparen y favorezcan.