Nunca pensé que viviría muy temprano la experiencia del corresponsal de guerra en uno de los conflictos más sangrientos de los últimos tiempos, en las guerras del El Salvador, Guatemala y Nicaragua. Desde muy temprano y gracias a que aun siendo estudiante de bachillerato veteranos periodistas me abrieron las puertas del diario de mi ciudad natal, entré en contacto con la emoción de las redacciones, tecleando en máquinas de escribir que resistían como locas desde hacía años al empeño sucesivo de redactores locales, al mismo tiempo que escuchaba los teletipos que vomitaban todo el día miles de cables internacionales de agencias de prensa.

Desde entonces me fascinaron las redacciones de periódicos, revistas y agencias mundiales y simpaticé con aquellas generaciones de periodistas, hombres y mujeres, que aprendieron el oficio desde adolescentes en el terreno, cuando aun no existían las poderosas y costosas carreras de Periodismo. Todo periodista en América Latina y el mundo se iniciaba en la vida fogueándose en los conflictos de cada país y aprendía a escribir con pasión para llegar a dominar las palabras, capaces como eran de redactar un diario completo, desde el editorial hasta los reportajes, pasando por las notas culturales, económicas, de farándula o la crónica roja.

La adrenalina los dominaba a todos desde el comienzo a sabiendas de que el reportero debía recorrer la ciudad o el campo en busca de las noticias, husmeando las tragedias y las catástrofes, merodeando en los palacios de justicia, las morgues, las iglesias y los hospitales y las oficinas gubernamentales plagadas de lagartos y oportunistas.

Uno se quedaban ahí toda la vida, otros pasaban de ciudad en ciudad comenzando cada vez de cero y algunos partían lejos hacia otros países en una aventura que no paraba nunca, como ocurrió con los colombianos José Antonio Osorio Lizarazo y Porfirio Barba-Jacob, el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo y el nicaragüense Rubén Darío, que fueron insaciables trotamundos y desde chicos crecieron en las salas de redacción de México, Bogotá, Caracas, Lima, Santiago, Montevideo o Buenos Aires. Casi todos los poetas y escritores se ganaban la vida ejerciendo ese oficio, pues la literatura, salvo excepciones milagrosas, nunca da para vivir.

Después de estudiar y pasar por varias redacciones, llegué a un periódico creado por magnates para una campaña electoral en México y ahí fatigué como nunca las máquinas de escribir hasta llamar la atención del director, quien en vista de la pasión que aplicaba en escribir casi el diario entero, me propuso recorrer Centroamérica por tierra para describir desde ahí aquellas guerras terribles que asolaban la región e informar en ediciones en español, francés e inglés lo que acontecía allí antes y después de la cumbre Norte-Sur de Cancún.

Al llegar a la frontera en la ciudad mexicana de Tapachula, me senté en una piedra y me pregunté qué estaba haciendo ahí como corresponsal de guerra, que era en fin de cuentas joven carne de cañón, cuando en Guatemala y Salvador un joven de pelo largo era ya un objetivo militar de los terribles ejércitos. Después de Guatemala llegué a El Salvador y ahí recalé en el hospital otel Camino Real, donde estaban asentados rudos corresponsales extranjeros de película. Conocí de lleno a aquellos personajes de diversas nacionalidades, estadounidenses, ingleses, franceses, españoles, argentinos, que caminaban por los pasillos con una botella de whisky en la mano y lucían con ironía una camiseta que decía: “Soy periodista, no dispare”.

Después de estar dentro de ese infierno, que incluía una Nicaragua asediada por los contras emergiendo de otra guerra atroz, llegué a Costa Rica y Panamá, países más tranquilos y en paz en ese momento, y desde ahí retorné a México consciente de que había vivido el “bautismo de fuego”, con la fortuna de sobrevivir para contarlo. Desde entonces me gustan las historias de los jóvenes corresponsales extranjeros, que como en la gran película El año que vivimos en peligro, de Peter Weird (1982), arriesgan la vida en medio de conflictos por amor a la vida, la aventura y la palabra.