Llevo días, meses, semanas o años, quizás, peleando con lo efímero.
Mis amigos conocen cuánto me irrita y me descompone, por ejemplo, que me envíen fotografías efímeras; esas que están hechas para ser vistas una vez y ya.
Esta vida de lo efímero nos aleja de la contemplación, del detenimiento, del detalle. Es una vida que no confía. Es una sociedad que menoscaba y se nutre de elementos superfluos, que se desvanecen después de una mirada leve y desatendida.
Si algo caracteriza a nuestra época es la sensación de que todo es transitorio. Nada parece durar demasiado. Desde los objetos que compramos hasta los vínculos que construimos, todo parece estar diseñado para ser consumido, usado y descartado.
El filósofo y ensayista polaco-británico Zygmunt Bauman lo llamó amor líquido: un amor sin raíces, sin estructura, moldeado por la inmediatez y la necesidad de satisfacción instantánea.
Ese amor líquido es influenciado por la sociedad de consumo, donde las relaciones se conciben como productos desechables en lugar de vínculos duraderos.
La cultura de la inmediatez, impulsada por la tecnología, fomenta la búsqueda de gratificación instantánea y experiencias superficiales, dificultando el compromiso y la construcción de proyectos a largo plazo.
El individualismo exacerbado, que promueve la autonomía y la independencia, puede obstaculizar el establecimiento de vínculos emocionales profundos y duraderos, pues el miedo a perder la libertad individual dificulta la entrega y el compromiso.
Hay otros elementos que entran en juego como la falta de educación emocional, que dificulta la gestión saludable de las emociones y la comunicación efectiva, puede contribuir a la fragilidad de las relaciones. La lista puede continuar…
Pero, ¿siempre ha sido así? ¿Las relaciones de hoy son más frágiles o simplemente hemos cambiado nuestra forma de concebir el compromiso?
Bauman veía el amor como algo inapelable e inevitable, como la muerte. Algo que sucede sin que podamos preverlo, controlarlo o, mucho menos, aprenderlo. Esa irrupción lo convierte en algo ineludible e inaplazable.
Cuando llega, no hay forma de anticiparlo, aplazarlo ni mucho menos detenerlo. Hay quienes dicen que nadie elige de quién se enamora: quizás tienen razón.
Y aquí empieza a aclararse el asunto: si no es posible anticiparlo o prevenirlo, tampoco es algo que pueda enseñarse o aprenderse.
Aprender a amar implicaría, en cierta medida, adquirir la capacidad de prevenirlo, de ejercer cierto control sobre su aparición, y resulta quimérico y antinatural buscar controlar lo que no se conoce.
Allí precisamente radica el argumento de Bauman: el amor comparte con la muerte esa naturaleza inevitable. Cuando llega, simplemente sucede. No hay manual que nos prepare, no hay estrategia que lo evite ni excusa que nos evada.
El compromiso se ha transformado en un riesgo que muchos prefieren no asumir. En lugar de ver las relaciones como espacios de crecimiento y construcción mutua, se convierten en transacciones donde el valor está condicionado a la satisfacción inmediata.
Cuando algo deja de ser conveniente, se descarta como un objeto obsoleto. Las relaciones, entonces, pierden profundidad y se convierten en meros intercambios de beneficios temporales.
Sin embargo, Erich Fromm, en El arte de amar, propone una visión completamente distinta. Para él, el amor no es una experiencia pasiva que simplemente ocurre, sino una habilidad que se cultiva con dedicación y esfuerzo.
Fromm sugiere que amar no es algo que nos sucede, sino algo que hacemos de manera activa. Requiere disciplina, paciencia y un compromiso constante con el otro.
Amar, según Fromm, implica trabajo y responsabilidad; no es solo un sentimiento espontáneo, sino una decisión diaria de cuidar, respetar y conocer al otro en profundidad. ¿Les suena el verbo cultivar?
Esta visión contrasta de forma directa con la de Bauman. Mientras Bauman describe el amor como algo que irrumpe en nuestras vidas de forma inesperada y que, en el mundo moderno, se disuelve rápidamente, Fromm insiste en que el amor verdadero solo florece cuando se entiende como un arte que debe practicarse.
La sociedad contemporánea, sin embargo, parece haber olvidado esto, si alguna vez lo supo o lo sintió. Hemos cambiado el amor profundo por conexiones superficiales, priorizando la gratificación instantánea sobre la construcción paciente.
El amor líquido es ese que está siempre al alcance de la mano, pero nunca profundamente arraigado en el corazón. Vivimos en una sociedad que nos enseña a ‘conectar’ con otros sin realmente vincularnos.
Las redes sociales, las aplicaciones de citas, incluso las dinámicas familiares, están impregnadas de esta lógica de consumo emocional: tomar lo que necesitamos y seguir adelante. Ya todo parece un trámite o una circunstancia.
Lo vemos en la fe, como el que ama a Dios solo si le complace o le otorga ese favor; si no, se ausenta y le lanza piedras. Está el contenido de redes sociales hecho a la medida de lo que nos gusta y nos es afín.
Hemos perdido el sentido de la oposición y, por eso, hasta en el amor, si nos perturba, no nos genera revisión, sino repulsión.
Las relaciones interpersonales, sean amorosas, románticas, afectivas, amistosas o lo que prometan, parecen funcionar bajo una lógica transaccional: se mantienen mientras es conveniente, mientras ambas partes obtienen algo a cambio.
Pero en cuanto aparecen la incomodidad, la rutina o el esfuerzo, el instinto no es reparar sino sustituir. Nos acostumbramos a la idea de que siempre habrá otra opción, de que la vida es demasiado corta para desgastarse en algo que deja de ser placentero. Incluso, el sacrificio puede ser visto con malos ojos.
Estamos, también, llenos de falsos gurús por todas partes que pontifican todo bajo el supuesto nombre del salvaguardar el amor propio.
Bajo su lógica y tutela, nunca se debe tolerar nada que vaya sobre principios que hemos instituido; jamás se debe bajar la mirada. Estos profetas de la soledad, en su lugar, están cultivan solo burbujas que serían propias de lo líquido que ahora es el afecto humano.
Bauman explica esta dinámica con claridad: el vínculo amoroso se percibe como un riesgo constante porque la sociedad moderna no nos enseña a tolerar la incertidumbre.
En lugar de enfrentar la fragilidad de las relaciones, preferimos evitarlas o mantenerlas superficiales para no sufrir. Así, el amor se vuelve un bien de consumo, algo que tiene que generar un retorno inmediato o deja de ser útil.
Pero, si todo es tan volátil, ¿qué hace que una relación sea sólida? ¿Un compromiso? ¿Una emoción? ¿El deseo? Tal vez, más que una emoción en sí, lo que define una relación duradera es la decisión de sostenerla, de cuidarla incluso cuando la pasión se apaga y la novedad se vuelve rutina. Insisto: es una decisión. La vida se trata de tomar decisiones y vivir con ellas.
Fromm diría que el amor sólido no depende de la intensidad de los sentimientos iniciales, sino de la voluntad de enfrentar juntos los desafíos cotidianos. Amar no es simplemente “sentir”, sino actuar y elegir, una y otra vez.
En un mundo donde todo es fugaz, la verdadera transgresión no es el amor sin ataduras, sino aquel que decide permanecer, resistir y construir, incluso cuando el deseo fluctúa y la incertidumbre amenaza. Lamentablemente, estamos en la época donde este párrafo puede sonar descabellado, incluso.
Y tal vez eso es lo que Bauman y Fromm nunca reconciliaron del todo: que el amor puede ser inesperado y arrebatador, como un rayo que cae sin previo aviso, pero que también puede ser trabajado y cultivado.
Que la sorpresa de su llegada no significa que debamos tratarlo como algo desechable. Que si bien no podemos aprender a evitarlo, sí podemos aprender a sostenerlo.
Amar en tiempos líquidos es, de hecho, un acto de valentía y, como muchos actos de autenticidad en la época actual, también es una demostración de resistencia.
Requiere ir en contra de la corriente, aceptar la incomodidad y la incertidumbre. Significa elegir quedarse cuando sería más fácil irse, trabajar en la relación cuando sería más sencillo abandonarla. En una sociedad que premia la gratificación instantánea, la paciencia y el compromiso son actos revolucionarios.
Vivimos en una época donde incluso quiénes somos parece algo provisional o un aspecto mutante. Cambiamos de trabajo, de ciudad, de pasatiempos y hasta de valores con la misma facilidad con la que deslizamos una pantalla, pero no soy quién para criticar este cisma de la filosofía personal.
La coherencia, ese esfuerzo por sostener una narrativa propia a lo largo del tiempo, también ha sido víctima de esta liquidez. Si cada relación puede descartarse en cualquier momento, ¿cómo no va a afectarnos esa lógica en la forma en que nos vemos a nosotros mismos?
Además, la velocidad con la que vivimos deja poco espacio para la introspección. Amar —ya sea a otros o a uno mismo— requiere tiempo y presencia, dos recursos que escasean en un mundo obsesionado con la productividad y la inmediatez.
En este contexto, la paciencia se convierte en una virtud subversiva. Dedicar tiempo a entender al otro, a resolver conflictos o simplemente a convivir con las diferencias, es casi un acto de resistencia frente a la cultura del descarte.
Como lo mencioné en la columna anterior, se demandan conversaciones incómodas, con apertura y prioridad, para establecer un futuro conjunto.
El problema es que esa mentalidad líquida y sin cuajar —por usar un término más vulgar— también nos vuelve menos resilientes. Al no estar acostumbrados a sostener lo incómodo, cualquier conflicto o malestar se convierte en una excusa para abandonar el vínculo.
Repaso lo dicho hace un par de semanas: “Si cada conversación difícil nos hace dudar de si la otra persona seguirá ahí, quizás no estamos en una relación real, sino en un acuerdo frágil basado en la complacencia”.
Y, sin embargo, es precisamente en esos momentos de incomodidad donde el amor —en su sentido más amplio— tiene la oportunidad de profundizarse y transformarse. El amor que perdura no es el que nunca enfrenta dificultades, sino el que sabe navegar a través de ellas.
Por eso, más que preguntarnos si somos capaces de amar en estos tiempos líquidos, deberíamos cuestionar si estamos dispuestos a aceptar la vulnerabilidad que conlleva y la cuota de sacrificio que pueda representar, por más mala prensa que pueda tener esto.
Porque amar no es solo disfrutar de lo agradable, sino exponerse a la pérdida, al cambio y a la imperfección del otro. En última instancia, la verdadera fortaleza del amor radica en su capacidad de sostenerse en medio de la incertidumbre, no en la ausencia de esta.
En un mundo líquido, amar con solidez es una rebelión silenciosa contra la fugacidad de nuestros tiempos. ¿Estamos dispuestos a asumir ese riesgo? ¿Vamos a tomar la decisión o seguiremos esperando que la manera de pensar de otros defina lo que nos conviene?