No se sabe cuántos son, aunque un cálculo serio refiere que un ejército de 110 billones de ellos “patrulla cada centímetro del globo”, exceptuando la Antártida e Islandia. Contra una buena parte de ellos se enfrentó, casi que en solitario, Manuel Elkin Patarroyo, compatriota y científico, colombiano de Ataco, Tolima, un mejor compañero de la ciencia y de su investigación, quien murió hace unos días. Su combate, desde su vocación, fue por una vacuna en contra de esos billones de mosquitos que transmiten la malaria, el paludismo, fatal nuestra compañía y en milenios causante de millones de muertes, hoy y en toda historia. Quizás la enfermedad que más ha escoltado y atacado al hombre en su transitorio camino planetario. La OMS registra que llegaron a 263 millones los afectados hasta el 2023.
Fue Patarroyo el precursor de la vacuna sintética, aquella que no usa agentes vivientes, sino que los construye, y que resulta más económica, rápida en su configuración y más manejable. La encontró y la donó. Sufrió persecuciones y decisiones judiciales. Algunos científicos han ejercido la inquisición en contra de sus colegas. Traigo solo dos casos. Pasteur, esencial en la medicina, descubrió que los microbios causan infecciones, refutó la teoría de la generación espontánea, equivocación dañina pero dogma para sus colegas contemporáneos. Padre de las vacunas, le inyectó la de la rabia a un niño mordido por un perro y tuvo que enfrentar la justicia. Pero lo que más duele es el caso de Ignaz Semmelweis, médico húngaro que descubrió que las mujeres después del parto morían porque los médicos no se lavaban las manos y les transmitían mortíferos microbios. Estigmatizado, excluido de su hospital, recluido en un manicomio, murió a causa de unos golpes.
Muy variadas han sido las interacciones de la malaria con los seres humanos, pero hubo una muy especial en la cual se entrecruzaron café, relaciones conyugales y malaria. Londres, 1674, una inteligente asociación de mujeres, casadas pero con despecho sexual, publicó un manifiesto en contra de la permanencia de sus esposos en las cafeterías. Ausentes varones, se les acusó así: “regresan de ellas sin otra cosa húmeda que sus mocosas narices, nada tienen tieso que no sean sus articulaciones, nada erguido sino sus arrogantes orejas”. En respuesta se argumentó que para eso el café era doblemente actuante. Que no solamente luchaba contra la malaria, esa sí incapacitante hormonalmente, sino que -lo dijo otro manifiesto- además ese mismo café “hace que la potencia sexual sea más vigorosa, la eyaculación más plena, y añade una esencia espiritual al esperma”.
Hoy, ante sus cenizas y frente a esos muchos más de 110 billones de minúsculos mortíferos y zumbantes enemigos de nuestras vidas, desde este pequeño rincón quiero consignar mi testimonio de admiración por este colombiano, Manuel Elkin Patarroyo, su contradictor, gladiador solitario que incondicional los enfrentó con las armas de su vocación humanista y científica; científica y leal en defensa de sus congéneres; de todos sus congéneres, pero en especial de los más pobres; y de los niños pobres, que es hacia donde más se dirige y se padece su emboscada.