“Aquí no hay viejos, simplemente nos llegó la tarde”, digamos con Benedetti para aludir a los bachilleres del colegio La Salle de Envigado de 1964. Entonces no sabíamos qué hacer con la vida. La vida tampoco había escogido el destino que nos tenía reservado. “Teníamos salud, sonrisa, juventud y nada en los bolsillos”. Esos muchachos de antes practicamos la religión de la lentitud. Le hacemos siesta a un bostezo.
Vemos una banca vacía y nos le tiramos en plancha. Si nos toca usar escaleras lo hacemos pegados del pasamanos. Nos tenemos prohibidas las caídas.
Alegría, alegría, alegría: todavía podemos ver cine y comer crispetas al mismo tiempo. Con excepciones, somos negados para la tecnología. Los hijos nos cuelan el aire en esta y en otras materias. Prótesis varias remplazaron piezas originales. Alzheimer nos coquetea desde la sombra. Si olvidamos las llaves, tenemos claro que no son para cambiarlas por minutos de celular. Pero nos gozamos el ocaso a pesar de las piedritas que han hecho más atractivo el camino.
Soy bachiller por ósmosis. Los graduados suelen invitar a sus vecinos de pupitre. Juntos oímos hablar de la hipotenusa en las clases de geometría del hermano Gilberto. Sigue felizmente vivo y activo el historiador Alfredo Vanegas Montoya, bachiller de San Ignacio, nuestro profesor de literatura. Cuando nos vemos, tenemos que abrirnos paso por entre arrugas, pategallinas, códigos de barras y similares para llegar al rostro original. No nos conocen en los bares. Los porteros de las clínicas nos saludan con una benévola sonrisa. Lo mismo los empleados que entregan (¿?) los medicamentos de las EPS.
En los encuentros rezamos silenciosos responsos por quienes han partido, como Álvarez, Villegas, Atehortúa, Londoño, Serna. Mantenemos al día el seguro exequial.
De esa generación del 64 decimos presente náufragos sobrevivientes apellidados Díez, Restrepo, Morales, Vélez, Tamayo, Nanny, Polling, Uribe, Montoya, Arango, Castañeda, Chaverra, Londoño, Serna, Parra, Domínguez.
Los bachilleres lasallistas modelo 1964 -algunos acompañados de sus “dulces enemigas”- se dieron cita en el restaurante La Leña, para celebrar los 60 años y rumiar nostalgias, selfis al pasado. Stefanía Arias, “con voz de sombra”, como Malena, aportó la banda musical. A más de uno “se le piantó un lagrimón”.
Algunas de las esposas asistentes fueron capullos de azucena del Carmelo, de Sabaneta, o de La Presentación que pasaban en el bus del colegio y nos daban coquetas ultimitas. Todos quedamos muy bien casados. ¿Podrán ellas decir lo mismo?
Nos une el cordón umbilical de los célebres andenes que empiezan en la Puerta del Sol y terminan en el bar La Yuca y en la misteriosa tienda de Tatán.
Me tomo por asalto la vocería de mis contemporáneos para notificar que no le tenemos bronca a la vida. Nos llevamos del carajo. Modestia, apártate, porque tenemos la ilusión de haber hecho bien la tarea. Ojalá con ética y estética.