Fotos | Freddy Arango | LA PATRIA
El último servicio de doña Irma: adiós a Rokopan, un estante de recuerdos. María Irma López cerró su tienda tras 18 años. Vecinos y trabajadores la homenajean.
LEIDY TATIANA CEBALLOS
LA PATRIA | MANIZALES
Son las ocho de la mañana y el barrio Sáenz despierta con el olor a café que escapa de Rokopan, una tienda que por 18 años ha sido punto de encuentro y sustento. Allí, los madrugadores buscan los huevos y las arepas para el desayuno, pero también la calidez de una rutina compartida.
En el mostrador, la greca humea como siempre, lista para llenar las tazas de quienes llegan por café y por el saludo de doña Irma, quien hace que el negocio sea el corazón del vecindario.
María Irma López tiene 59 años y abre a las 5:30 de la mañana. "Cierro a las 9:00 de la noche”, dice, con la voz sólida de quien ha edificado su vida con trabajo y compromiso. Cerrar por unas horas nunca fue una opción. Los vecinos llamaban al instante: “Doña Irma, ¿está bien?”.
Doña Irma dice adiós a Rokopan tras 18 años y abraza un nuevo capítulo junto a su familia.
Para ella, la tienda representaba más que una fuente de ingresos. Era un espacio donde las personas encontraban más que productos. “Los dueños de los negocios suelen verlos como suyos, pero en realidad, son de la gente que entra”, afirma.
Ese sentido de pertenencia se reflejaba en las relaciones que doña Irma cultivaba con quienes la rodeaban, como Cristian Armando Orozco. Él, trabajador de la tienda durante tres años y vecino del barrio desde hace 11 años, lleva a doña Irma en el corazón. “Es muy servicial, pero también temperamental. Hay que saberla llevar”, dice con una sonrisa.
Cristian encontró en Rokopan un lugar de trabajo y un impulso para su vida personal. “Gracias a ella y a un cúmulo de otras personas, volví a la universidad”, confiesa. En su voz se mezclan gratitud y nostalgia. En Rokopan se forjaron más que simples transacciones: se construyeron historias.
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Una decisión de vida
El cierre de Rokopan deja un vacío en el barrio Sáenz, según vecinos.
Irma nació en Filadelfia, Caldas, pero llegó a Manizales en el 2000 con un objetivo claro: asegurar el futuro de sus hijos. La mayor, ahora contadora pública, tiene 40 años; la segunda, ingeniera agrónoma, 37; y el menor, de 32, estudia economía. “Él cometió el error de salirse de la universidad cuando yo podía apoyarlo, pero la retomó. Ahora él la paga”, cuenta.
Antes de fundar Rokopan, trabajaba en el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE). Se preocupó cuando su hijo adolescente empezó a pasar demasiado tiempo jugando fútbol en la calle. “Mi mamá me decía que no era buena idea que él estuviera tanto tiempo solo”, recuerda. Fue entonces cuando llamó a su hermano en busca de consejo. “Le conté que el muchacho se estaba poniendo rebelde y me dijo que me ayudaría económicamente hasta montar un negocio”.
Renunció al trabajo y se dedicó a Rokopan, un espacio que cuidó con el mismo esmero con el que vigilaba a sus hijos. “Prefería tomarme una aguapanela teniéndolo al lado que salir a buscarlo a la calle llevado del vicio”, dice.
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Historia de gratitud
Sergio Acevedo, de 31 años, fue vecino de Irma desde los 14 años, lo tiene claro: “Desde que tengo memoria, la tienda siempre ha estado”. Ahora vive en otro lugar, pero regresa con frecuencia, influenciado por el cariño que sus padres, aún en el barrio.
Sergio trabaja en Coca-Cola y se encarga de la mercancía que llega a Rokopan. Pero cuando habla de doña Irma, no puede evitar mostrar su admiración. “Es una persona querida, sencilla, siempre dispuesta a ayudar. Más de una vez alguien ha llegado a pedir un huevo porque no tenía qué comer y ella le ha dado un huevo con pan. Doña Irma no solo vende productos, vende humanidad”.
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El fin de una era
Después de casi dos décadas siendo el centro de la vida del barrio, Rokopan cerró sus puertas el 13 de diciembre.
El día de la despedida, la sorpresa se reflejaba en los rostros de los vecinos, que entraban con la misma confianza de siempre, sirviéndose a sí mismos, como si aquella tienda fuera una extensión de sus propios hogares.
Doña Irma luchaba por mantenerse firme, pero la emoción la venció cuando le preguntaron por qué se iba. Su voz se quebró al recordar la insistencia de su nieto, casi dejándole escapar una lágrima. “Abuela, faltan cuatro días para mi cumpleaños, ¿no te vas a quedar?”. No pedía un regalo; solo quería su presencia. En esas palabras, cargadas de inocencia, doña Irma entendió que había llegado el momento de dar a su familia lo mismo que había dado al barrio durante tantos años.
Después de 18 años de dedicarse por completo a la tienda, siente que es hora de cuidar también de sí misma y de los suyos. “Llevo 18 años viviendo para la tienda. Ahora quiero disfrutar de mis nietos que viven en Bogotá”, dice con una mezcla de nostalgia y determinación. Cada instante con ellos es una inyección de tiempo en familia, lo que el trabajo le estaba sustrayendo.
Ahora, el sueño de doña Irma es despertar sin despertador. Una libertad que, después de casi dos décadas, finalmente ha ganado.
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