“Tierra no hacen más”, es la lógica de quienes, en forma primaria y sin necesidad de mayores argumentos matemáticos deducen que, mientras crece la población universal, el globo terráqueo es el mismo. La codicia sí tiene clara la idea. De ahí que los capitalistas adquieren tierra sin objetivo distinto de la tenencia, porque saben que su valor se incrementa en función de la ley de la oferta y la demanda.
Por ejemplo: a mediados del siglo pasado Colombia tenía 14 millones de habitantes y 75 años después, en 2025, son 50; y la tierra es la misma. La productividad es otra cosa. Para la avaricia es secundaria, mientras que, para el campesino, cuya vocación agrícola es inspiradora, la razón de su trabajo y de su esfuerzo es ver los frutos de la tierra, disfrutarlos y compartirlos.
Honduras históricas hablan de episodios relacionados con la tierra, como la “tierra prometida”, en cuya búsqueda vagó el pueblo judío por el desierto durante 40 años, liderado por Moisés; las plagas de Egipto, con las que se castigaron las infidelidades humanas con el Supremo Creador; y el feudalismo que imperó en la Edad Media, para citar solo tres ejemplos.
Los señores feudales eran “dueños de vidas y haciendas” y disponían de recursos, económicos y humanos suficientes para apoyar a las monarquías reinantes en sus constantes aventuras bélicas, lo que reyes y emperadores compensaban con leyes que fortalecieran el poder político y económico de los caballeros del reino. Éstos disfrutaban, por derecho propio, de las adolescentes hijas de campesinos subordinados, a quienes les echaban el ojo desde tierna edad, para poblar los campos de bastardos. Un exótico privilegio, otorgado por sus majestades a los señores feudales era la “ley de pernada”, que les permitía “estrenar” a las novias. A los esposos les tocaban lo “sobrados”.
En Colombia, desde la colonial Nueva Granada, la tierra ha sido recurso político, demagógico y jamás consolidado en beneficio de los campesinos, porque gobernantes y dirigentes saben que, a través de ella, de la tierra, pueden conseguir adhesiones (votos) y alcanzar o consolidar el poder. Los monarcas españoles, después de arrebatarles a los aborígenes las riquezas naturales y la identidad cultural; de imponerles una lengua distinta a la nativa; de cambiarles las tradicionales creencias religiosas y la forma de gobernarse, con el argumento piadoso (más bien falaz) de cristianizarlos y civilizarlos, los despojó de sus tierras, para ponerlas bajo la custodia de encomenderos que las hacían producir en beneficio de la corona.
Los más leales servidores del invasor, hispanos o criollos, eran compensados con tierras de amplia extensión, cuyos derechos trascendieron a los herederos, apoyados en cédulas reales. Los derechos que otorgaron sus majestades sirvieron a los criollos descendientes para reclamar la posesión de tierras, desconociendo los efectos de la Independencia. Después de ésta, diferentes gobiernos han legalizado reformas agrarias demagógicas, sin beneficios prácticos para quienes “inclinan la frente sobre el surco”, como dicen los poetas.