“Creo que estoy en depresión”, le dije a mi psicoterapeuta la penúltima vez que nos vimos. Ella me cuestionó y me dejó exponer todos los puntos que hasta ese momento sentía que sostenían mi teoría por mi pesadez existencial, desánimo y tristeza profunda. 

Hablé un par de días después con mi psiquiatra. Dialogamos sobre el estado del tratamiento y le conté cómo me sentía. No hizo ajustes y confió en la receta que me había ordenado la última vez. 

Ambas situaciones me dejaron con la pregunta: ¿será que no me están entendiendo? Luego, volví a la reflexión sobre la clase de relato que me estaba narrando a mis adentros. ¿Estoy deprimido? ¿Cómo es eso posible? ¿Cómo puede una cosa llevar a una conclusión así y, de esta manera, configurar la realidad que estoy viviendo?

¿De dónde vienen estas ideas? ¿Qué las alimenta? Volví, como una analepsis, y entendí otra vez que mi mente tiene ese talento especial para construir narrativas complejas, incluso catastróficas, basadas en fragmentos de realidad que interpreto a través del filtro de emociones y experiencias pasadas.

Recordé algo que aprendí del epicureísmo: la importancia de identificar las fuentes de nuestros miedos y deseos para desmontar aquello que nos agobia. 

Epicuro -a quien hoy no me canso de leer- decía que el sufrimiento muchas veces nace de nuestras percepciones erróneas, de los relatos que nos contamos sobre lo que deberíamos ser o tener. Y aquí estaba yo, atrapado en uno de esos relatos, sin cuestionarlo a fondo, sin examinarlo con la misma lógica con la que examinaría cualquier otra idea que me presentara alguien más.

Este filósofo griego tenía bien entendido que la angustia puede ser la fuente de toda creencia de fatalidad y que la angostura emocional que producen muchos caminos ‘ciegos’ pueden llevar a un precipicio aparente. 

Epicuro introdujo el concepto de Ataraxia, esa serenidad que surge de la ausencia de perturbaciones innecesarias. En su filosofía, el sufrimiento suele provenir de deseos irracionales y miedos infundados, como el miedo a la muerte o el apego a bienes materiales y expectativas sociales. 

En este contexto, mi narrativa sobre la depresión podría ser vista como una perturbación que necesitaba ser analizada con cuidado: ¿Cuánto de este relato era realmente mío y cuánto venía de ideas preconcebidas sobre el sufrimiento y el diagnóstico en nuestra cultura?

Séneca, desde el estoicismo -aunque suene cliché-, complementa esta idea al decir que sufrimos más en nuestra imaginación que en la realidad: “Estamos más asustados que heridos y sufrimos más en nuestra imaginación que en la realidad”.

En mi caso, la etiqueta de “depresión” parecía haber amplificado mi angustia, dándole un peso que quizás no merecía. A veces, la mente encuentra comodidad en las etiquetas porque ofrecen una explicación, pero esa misma definición puede convertirse en una jaula de puertas abiertas y condenas opcionales.

Empecé a desmenuzar mi narrativa. ¿Qué hechos sustentaban mi creencia de estar deprimido? ¿Era el cansancio, la falta de entusiasmo, esa sensación de vacío? ¿O eran, más bien, mis interpretaciones de esos hechos, mi necesidad de ponerles un nombre, un diagnóstico que les diera sentido para ‘justificarme’? 

Me di cuenta de que, al etiquetar mis emociones como “depresión,” estaba, quizá, reafirmando una narrativa que podía no ser completamente cierta, o al menos no tan definitiva y ya estaba en una ‘pararrealidad’.

Ahí es donde la filosofía y la psicología convergen y me han salvado la vida, en especial, este año. La psicología me ayudó a identificar los patrones de pensamiento que alimentaban mi tristeza, mientras que el epicureísmo me ofreció una perspectiva para desarmar esos patrones. 

¿Era realmente necesario darle un peso absoluto a cada pensamiento oscuro? ¿Podía, en cambio, aprender a observarlos sin reaccionar, sin dejarlos dictar la narrativa completa de mi vida y sin creer que eran la regla general de toda mi existencia?

Sin embargo, al reflexionar sobre este proceso, también me di cuenta de que hay un paso previo que no siempre he sabido honrar: permitirme sentir plenamente lo que sea que estoy atravesando. 

Muchas veces, en mi búsqueda de desmontar creencias limitantes o cuestionar mis narrativas, he intentado saltarme el sentir para llegar directamente a la solución lógica o filosófica. Sin embargo, no siempre es posible, ni sano y puede ser arbitrario y antinatural.

Darles espacio a las emociones, sin apurarlas ni evitarlas, es como abrir una ventana en medio de la tormenta. Es incómodo, puede dar miedo, sí, pero es necesario. Sentir no significa sucumbir ni perderse en la emoción, sino permitir que exista y que fluya hasta que eventualmente se agote. Antes de cuestionar el pensamiento que surge, el simple acto de reconocer lo que siento –y vivirlo– ya me da un grado de claridad que antes me negaba al intentar “arreglar” de inmediato lo que estaba pasando por mi mente.

Aquí, me ayuda recordar algo que leí en alguna parte: “Para atravesar algo, primero hay que estar dentro”. Esa idea, aunque simple, me ha cambiado la forma de observar mis estados emocionales. 

Si el dolor, la tristeza o el desánimo están presentes, tratar de evadirlos con lógica o filosofía no siempre me llevará a la raíz de lo que realmente ocurre. A veces, el solo acto de sentarme con esas emociones, dejarlas existir y acompañarlas, es suficiente para que pierdan fuerza o revelen algo que no había visto antes.

Entonces, en mi caso, el proceso se amplió: primero sentir, luego entender y finalmente cuestionar. 

Esta tríada, que parece obvia al escribirla, no siempre lo es al vivirla. Porque sentir puede doler. Porque entender a veces confronta y porque cuestionar nos puede dejar sin piso si lo hacemos sin haber transitado primero las emociones. Pero cuando logro hacerlo en este orden, el resultado es más auténtico y menos forzado.

Allí lo conecto con la psicología y el concepto de creencias limitantes y sesgos cognitivos es esencial para entender por qué construimos esos relatos internos que nos atrapan. 

Las creencias limitantes son esas ideas profundamente arraigadas que nos dicen que algo no es posible o que nuestra situación es peor de lo que realmente es. Por ejemplo, mi sensación de “estar en depresión” podría haber estado alimentada por un sesgo de confirmación: buscar y magnificar evidencia que apoyara esa creencia, mientras ignoraba momentos de calma o alegría que redujeran esa tendencia crítica.

También está el sesgo de generalización excesiva, que lleva a tomar un evento o emoción puntual y convertirlo en una regla general para toda nuestra existencia. 

Haberme dicho “estoy triste hoy” se pudo transformar en “siempre estoy triste” o “soy una persona triste -o depresiva-”. Estas distorsiones son comunes y, cuando no se cuestionan, se convierten en el guion de nuestra vida y dan la batuta en nuestro enfoque, bien sea apreciativo o destructivo.

Tanto la filosofía como la psicología coinciden en que la clave está en cuestionar. En mi caso, empecé a hacerme preguntas más profundas: ¿Qué me lleva a pensar esto? ¿Qué evidencia real tengo para creer que mi tristeza es permanente? ¿Qué alternativas hay a esta narrativa? 

Aquí es donde la práctica de la Ataraxia y el estoicismo se vuelve vital. Al observar mis pensamientos sin aferrarme a ellos, pude, en cierta manera, comenzar a desactivar su poder o quitarles ese crédito ‘racional’ que yo les había dado para justificar mi patrón anímico. 

Esa Ataraxia no es la ausencia de emociones, sino la capacidad de no dejarse arrastrar por ellas. Y el estoicismo añade un elemento práctico: concentrarse en lo que está bajo nuestro control y aceptar lo que no lo está. En mi caso, podía controlar cómo interpretaba mi estado emocional, pero no siempre mis emociones en sí mismas.

Los relatos que nos contamos son profundamente personales, pero no siempre son verdad o precisos. Muchos son teñidos por emociones y sentimientos que pueden subjetivarlo todo y que pueden desvanecerse con un cinismo increíble. 

No con esto desconozco que exista la depresión, en la que he estado muchas veces en mi vida. Tampoco desvirtúo el papel de la salud mental; pero sí debo insistir en que debe haber un cuestionamiento sobre el relato que nosotros mismos nos contamos al interior y que a veces pasa sin ser retado.

Cuestionar lo que creemos, identificar las ideas que sustentan nuestros pensamientos, también ayuda a cambiar el prisma con el que observamos los colores de la realidad. 

La clave, entonces, no es evitar las emociones o negar su existencia, sino observarlas con cuidado, desmontarlas cuando sea necesario y, sobre todo, reescribir los relatos que nos contamos con una mezcla agradecida de compasión y lógica. Al hacerlo, encontramos un terreno más estable desde el cual vivir, incluso en medio de las tormentas.

Al final, no estaba en depresión. Solo fue una racha difícil y retadora de días que se esfumó lentamente. El sol volvió a salir y me di otra oportunidad de pensar y pensarme diferente.

Si podemos, como decía Séneca, aprender a distinguir entre lo que imaginamos y lo que realmente nos afecta, estaremos un paso más cerca de esa serenidad que Epicuro describía como el mayor placer.

Luis F. Molina